¿Qué sucede cuando colocas ante una cámara a varios hermanos y les permites acomodarse y posar según les apetezca? La respuesta no es simple: en el lenguaje de los cuerpos, la gestualidad, el lugar elegido por cada uno o la mirada que comparten con la cámara se prolongan deseos, inhibiciones, sentimientos, formas de relación, juegos de competencia, envidias e incluso secretos familiares. No se verbalizan pero están ahí.
La fotógrafa Lydia Panas (Filadelfia-EE UU, 1958) exploró el asunto durante tres años con la serie The Mark of Abel (La marca de Abel), que se expone hasta el 22 de junio en la galería Eduard Planting de Ámsterdam (Holanda). La colección, editada en 2012 en uno de los fotoensayos más premiados y aplaudidos del año, juega con la potente idea de los pasajes bíblicos sobre la marca de Caín, la maldición de Dios sobre el primogénito de Adán y Eva por dar muerte a su hermano Abel, para buscar los signos ocultos o velados en las coreografías familiares o de amistad.
Panas, que vive en una granja en la zona rural de Kutztown, en el estado de Pensilvania, no estableció una estrategia deliberada: simplemente invitó a familias conocidas a pasarse por su casa y dejarse fotografiar. Tenía claro que deseaba hacer el trabajo en su hogar, porque siente que sólo así es capaz de aplicar una mirada escrutadora, diferente a la que emplea, por ejemplo, cuando viaja, que es más generalista. «Sólo cuando estoy cerca de casa puedo mirar con mayor profundadidad», dice la fotógrafa.
No había nada planeado y Panas simplemente «tenía curiosidad por saber qué sucedería». En cada sesión, que duraba en torno a una hora, dejaba que los grupos —sobre todo de hermanos y hermanas, aunque también hay padres e hijos y de amigos íntimos— interactuasen y se familirizasen con la cámara. Para evitar la sensación de seriedad del estudio, hizo todas las fotos en exteriores, en lugares en los que naturaleza ofrecía un hermoso contraste y abrigaba a los personajes liberándolos de la carga de una pose demasiado formal.
Las sorpredentes imágenes de La marca de Abel no representan tanto a los individuos como a las preguntas de cómo nos vemos a nosotros mismos, qué sentimos y qué posiciones tomamos en relación a los demás y ante la cámara. A medida que la serie avanzaba, la fotógrafa, que llevaba veinte años concentrada en retratar su propio círculo familiar —marido y tres hijos— se encontró con un juego fascinante de roles físicos y de comportamiento y logró captar, con una singular delicadeza, el sentido de las conexiones y los sentimientos, en ocasiones confusos, que se trazan entre personas que tienen una historia común.
Particularmente interesada en los jóvenes que crecen y experimentan la transición entre la niñez y la edad adulta, las imágenes funcionan con una ternura que desmonta la maldición bíblica y revela las dulces y misteriosas relaciones entre personas que acaso se envidien o compitan, pero que, sobre todo, se quieren y optan por acomodarse y convivir. Panas afirma que el secreto de la emoción es que cada foto es también un autorretrato: «Mis fotos son el resultado de ver algo en el modelo, pero siempre es algo que reconozco en mí misma, son siempre un retrato simultáneo del modelo y de mí»