Inclínate para recoger el lápiz. Piensa en tu hijo. Mira el lápiz que aún rueda unos centímetros más. Fíjate en la refinada tarima de madera sobre la que rueda el lápiz. Pregúntate qué significa la emoción.
Visita una feria de artesanía. Compara los llaveros. Te gusta el de Kurt Cobain. Maréate un poco, sólo un poco. Compra el llavero de Kurt Cobain. Vete de allí, todavía mareado, sin saber cuánto pagaste por el llavero. Arroja el llavero a un cubo de basura rotulado como “Envases y plásticos”.
Considera el magnetismo. Entra en un bar, el primero que encuentres. Investiga por qué has entrado. Pide algo inesperado, distinto al café de siempre. Los brazos del camarero son los dos polos de un imán. Magnetismo, tienes razón.
En casa, intenta leer. Un libro es un espejo, lo sabes. Piensa: debería limpiar los estantes. No importa. Piensa: puedo limpiar otro día. No preguntes por qué. Aprecia lo qué sucede en el mundo reducido a onda media, a una lacónica vibración. Opta por no leer.
Abandónate a los estímulos. Intenta dejar de hablar de ti mismo. Eres una pared sin encalar. Quizá una caja de botones sin ojal. Comprueba el alcance del insomnio, un cartílago inmortal. Dobla el cuello para escuchar la música de los huesos.
Reconoce al insomnio agazapado en este montón de libros. Es una galleta de la suerte entregada por los dedos impávidos de una camarera china. El insomnio quiere saber de ti, es el rocío en la tapa de los cubos de basura.
Mira el reloj de pulsera: el tiempo, atómico, no rige. Recuerda que vives sin hora local. Admite el carácter sobrenatural de la noche. Repasa el nombre de todos los bares que has pisado. Desnúdate de su recuerdo y experimenta la limpieza como un espasmo.
Llama a un número de teléfono cuyos dígitos correspondan a tu fecha de nacimiento. Habla con quien conteste como si le conocieses desde la niñez. Anota sus respuestas en una cuartilla. Consérvala como una oración.
Traza un mapa, cartografía las muescas talladas por el filo de cuchillo del insomnio. Cíñete con la leche de las estrellas, tejidas sobre negro. Estudia tu deriva, como el río en el atlas: cruzando alquerías, almacenes de los años treinta, territorios de revolución, establos de caballos. Escucha como gritan las calles.
Juega. Patea la pelota con exactitud. Estúpido como la noche.
Recuerda la distancia entre tu hijo y tú: seiscientos kilómetros. No es una longitud incómoda –una hora de avión, seis de automóvil–, pero tu economía no permite que viajes a verle.
Llámale, como todos los días, por teléfono. Pregunta:
–¿Qué tal?
Entonces él dirá:
–Bien, ¿y tú?
Responde:
–Bien.
Observa la puerta de pino, seis cristales simples, sin bisel, que conduce a la cocina nueva. Olfatea la cera, la cola de contacto. Piensa en una obra cerrada.
Observa la puerta. Sus guarniciones, blancas como la fiebre. Un fogonazo contra la escasez. No temas. Piensa: la puerta es la cicatriz punteada en la piel. Nunca sabes qué esconde una cicatriz. Abre la puerta. Abre la otra puerta. Sal de casa. Húndete en el afuera. En la cicatriz. Eres su locutor.
while i wait for you to write another post, i read the old ones…..
we miss you….