«El loco erra, pero no miente. Además tiene la peligrosa manía de decir la verdad», sostiene en uno de sus poemas Leopoldo María Panero, uno de los escritores españoles que mejor ha relatado la enfermedad mental, ese vientre acuoso en el que estamos alojadas 450 millones de personas en el mundo, según los tímidos cálculos de la Organización Mundial de la Salud.
No sería desatinado considerar que la foto de arriba es una prolongación de la frase de Panero. El brazo y los dedos extendidos con la eterna languidez del marmol, la frazada indescifrable de ropa, el inútil teclado de ordenador, la botella plástica con un resto abandonado de un líquido que sólo podría ser de color rojo, dos palabras escritas con una cuchilla sobre la piel —en mayúsculas con tamaño carnívoro: LOVE HURTS, EL AMOR DUELE—…
No puedo concebir una mejor manera de condensar la enfermedad mental, la sinceridad doliente que la acompaña y los mordiscos con los que intenta mutilar la vida de quien la sufre directa o indirectamente.
La fotógrafa Lisa Lindvay (Boston-EE UU, 1983) ha dedicado cinco años a diseccionar el paisaje de un hogar azotado por la enfermedad mental. No es la primera fotógrafa ni será la última: la locura es un tema querido por la imagen. La proeza diferencial es que la casa que aparece en esta serie de fotografías es la de Lindvay y las personas que la habitan son su padre y sus tres hermanastros (dos chicos y una chica). Estamos ante una serie sobre la locura —sé que el término es incorrecto y subjetivo, pero lo utilizo con respeto, tecleando cada una de sus letras como si se tratase de plegarias— pero con fotos tomadas según el género de los retratos familiares.
Sólo quien siente el dolor puede relatar el dolor, parecen decir las fotos de bellísima desesperación de Lindvay. La fotógrafa no nos informa qué diagnóstico aplican los médicos a las cuatro personas retratadas y sólo habla, en una escueta declaración de intenciones, del «deterioro de la salud mental» de su madrastra, a la que debemos suponer internada en un centro clínico, y de la «carga» y los efectos expansivos que la situación provocó en el padre y los tres hijos.
Al incontestable abandono que se palpa en cada imagen —la casa destartalada, el cuidado personal bajo mínimos, la estremecedora fila de botellas de refrescos baratos, la procesión de Doritos sobre las grietas del suelo, el lavamanos-cenicero…—, se añade la mirada en caída libre de los ojos de limpísimo azul de los tres chicos y el hombre, posando como una Venus de Milo subterránea sobre un macetero en el patio.
El conmovedor trabajo de la fotógrafa comenzó por casualidad. Tenía que hacer un fotoensayo para sus estudios de fotografía y llegó a la conclusión que, con valiente sinceridad, han alcanzado todos los grandes artistas: sólo puedes retratar lo que amas. En un momento dado tuvo dudas y se preguntó si la exposición pública de los suyos bajo una luz tan directa tenía algo de manipulación. Se dirigió al padre:
— Papá, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?
— Nos estás ayudando, Lisa. Sigue haciendo fotos. Es importante y entiendo por qué las haces.
¿Retrato de familia? «Existen los ideales de lo que debería ser una familia perfecta: debes tener una madre y un padre, un buen hogar para vivir juntos (…) pero es mucho más complejo que eso. También existe el estigma en torno a los hombres que se convierten en padres fallidos, malos padres, incumplidores (…) Mi padre fue increíble al criarme. Mis padres se habían divorciaron cuando yo era pequeña y mi madre volvió a casarse tres veces. Su segundo esposo, con el que tuvo a mis hermanos, era abusivo y mi padre está criando a estos niños que no son suyos, que es otra parte de la historia que no se aprecia en las fotografías (…) Crecer es duro… Incluso para mi padre, crecer es duro», explica Lindvay en una entrevista.
«El loco erra, pero no miente. Además tiene la peligrosa manía de decir la verdad», dice Panero. Cuando repaso las fotos de esta brava fotógrafa quiero completar la frase con otra de Edgar Allan Poe, buen conocedor de la vida en las grietas: «Me convertí en un loco con largos intervalos de horrible cordura».
Brutal pero maravilloso artículo. Como siempre.
Gracias, Pelayo.
Siempre con las palabras y el ritmo adecuados. Estoy atrapado por tus escritos y sin necesidad alguna de escapar. Mucha salud
Muchas gracias, Guillermo.