Mi padre tenía un Ford Fairlane grande y muy sólido.
Pero era el taxi en el que trabajaba por las calles de Caracas y un coche en el que puede viajar cualquiera que levante la mano nunca es del todo tuyo. No hay colectivismo que valga cuando hablamos de estas cosas: ni siquiera la pintura bicolor, azul y blanca, terminaba de gustarme.
Era un taxi y llevaba encima el rótulo de la compañía para la que trabajaba mi padre: Línea Cultura. Nunca encontré sentido al nombre.
Cuando yo no tenía clase acompañaba a mi padre en el taxi. Los viajes eran aburridos, pero a veces íbamos a una casa en la zona alta de la ciudad, una construcción blanca y sencilla de una sola altura que era, por lo que recuerdo, la sede sindical de los conductores de la Línea Cultura. Siempre salía de allí con la sensación de que algo sucio se estaba tramanando aunque, por supuesto, nadie me contaba nada.
Yo prefería el Chevy de J., un amigo de la familia. Aquello era un coche: parecía un helado sundae pidiendo un bocado, el motor roncaba como un anciano y visto de frente el automóvil sonreía: se alegraba del camino.
También nosotros sonreíamos, contagiados de nafta, purificados por la promesa de las llantas ribeteadas de blanco, alados por el cromo de la figura estilizada que coronaba el capó, unida a la carrocería por una fusión de apenas un milímetro, expelida, indomable, hacia el vacío.
Pero mi padre tenía un Ford Fairlane de la Línea Cultura.