Cuando la costurera Lillian Bassman (1917-2012) tuvo la osadía de dar un consejo sobre iluminación durante una sesión de fotos de moda para la revista Harper’s Bazaar, el divo que llevaba la cámara encima y, por ende, gozaba del privilegio de considerarse artista y cobrar tal vez cien veces más que la costurera, despreció la sugerencia con malos modos de pequeño Hitler:
— Estás aquí para para coser botones, no para hacer arte.
Unos años después Bassman era quien mandaba en los sets de la publicación de referencia, en la que impuso un estilo de fotografía elegante y difuso que copiaron y aún copian centenares de advenedizos. Resulta imposible encontrar a alguien que desvele un episodio de mala baba, prepotencia o desprecio de la costurera convertida en fotógrafa.
Hasta poco antes de morir en 2012, a los 94 años, siguió haciendo fotos con similar discreción a la del roce de un hilo sobre la tela. La muerte le sobrevino con la misma llaneza: mientras dormía, acaso soñando con un mundo de alto contraste, sutil elegancia, contornos indefinidos y ni un solo pequeño Hitler dictando cátedra.
Antítesis de artista sobrada, ajena a la sensación de estar de vuelta que aqueja últimamente a tantísimo indocumentado con aspiraciones fotográficas, convencida de que trazar un pespunte o hacer un retrato culminan en lo mismo, una conjetura de belleza invisible para el torpe ojo de los humanos, Bassman es la gran estrella de la edición de este año de PhotoEspaña.
La exposición Pinceladas, una de las muchas de la sección oficial del festival, tiene un título que Bassman jamás hubiese consentido por prosopopéyico. El lugar de la muestra, la sala de la Fundación Loewe en la calle Serrano del Madrid más fatuo, es decir, merengue, tampoco ayuda.
Es factible olvidar ambos contratiempos si nos ceñimos a las fotos.
«Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada», escribió en uno de sus muchos descensos depresivos el poeta suicida Cesare Pavese.
Las fotos de Bassman, a las que nunca tendría el atrevimiento de llamar frívolas, de moda o, como dicen desde PhotoEspaña, productos fundados en una respuesta coyuntural («en una época en la que las prendas se mostraban rígidas sobre los cuerpos de las modelos, Bassman las retrató interactuando con la ropa de forma natural»), ofrecen sobradas razones para dejarlo todo, cámara y artificios, y matarse.
A partir de los años setenta el trabajo de Bassman quedó en el olvido mientras los negativos de los 40 años anteriores criaban polvo en los archivadores. La fotógrafa fue la primera en olvidar su obra: traspapeló una maleta con varios centenares de copias únicas hasta que un invitado a su casa la encontró en el desván.
A mediados de los noventa, diseñadores como John Galliano reivindicaron el estilo elegante, sugerente y basado en brochazos de luz y bellos desenfoques de Bassman, que también pintaba (su artista favorito era El Greco) y organizaba las jornadas de trabajo en el estudio basándose en el valor cromático y la composición. Las modelos que posaron para ella han recordado que se sentían «libres» con Bassman y tenían la sensación de que podían «volar».
La mujer que cambió la historia de la moda, la fotografía y la manera de ver a las mujeres, lo hizo sin estruendo, con la humildad de una costurera.
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