Estaba muy enfermo. Tras el ricino y el tratamiento antiparasitario parece sentirse mejor.
He reducido el número de amigos —un término mermado, desde luego, amigo es un cómplice, uno que comparte el último cigarrillo, uno que te desenchufa de la máquina de vivir…— de mi Facebook —tampoco es mío, otro vocablo del que se han apropiado: es de una empresa repugnante—.
Tenía 482 y lo he dejado en 211.
Mea culpa, desde luego: no puedo procesar tanta viñeta compartida, tanto vínculo pegado para que sepamos, tanta lista de Spotify aireada, tanto fotógrafo intercambiando likes en rondo, tanta rebeldía de salón de estar, tanto me gustas porque te gusto porque me gustas…
No puedo procesar y no quiero procesar.
El número final tras el laxante, 211, sigue siendo quimérico. No tengo 211 amigos ni siquiera según el modelo social corrompido que propone la empresa social (el demonio está en el disfraz de significantes). Podría dejarlo en ¿una docena, veinte?.
Ellos saben quienes son y yo los llevo en el canasto de mimbre de mi corazón.
Me siento viejo, ya no puedo entrar en los Ballrooms of Mars. Achaquen a esa condición mi grosería aquellos a quienes he retirado la palabra.
Ya saben, lo mío es la pelvis de Elvis, la voz de Rosa Luxemburgo, la gracia de Olga Korbut, la libido de Frank Sinatra, los ojos de Greta Garbo, el puño de Malcom X, el dolor de Luis Cernuda, el anarquismpo de Buenaventura Durruti, el ajedrez de Vladimir Lenin y Tristan Tzara, la emoción de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, la maldición de las momias, los viajes astrales de John Coltrane, la guitarra eléctrica, los laberintos de Borges, los caballos sin jinete de Rulfo, las botellas de ginebra abiertas como portales de Malcom Lowry, los papeles infinitos…
Leo el último párrafo y me sale, como a Bolan al final, «¡¡Rock!!», en plan ladrido :)
=)