Me gusta perderme en las grietas de las fotos anónimas. Son imágenes, como sostiene en una afortunada expresión el historiador Robert Flynn Johnson, situadas en un «espléndido aislamiento» al que de ningún modo podemos acceder. Acaso sea ese carácter inasible lo que me conquista.
En otro de mis merodeos por el mercado de los libros usados acabo de encontrar un ejemplar (baratísimo) de LaPorte, Indiana, un tomo publicado hace seis años por la editorial Princeton Architectural Press y catalogado por Jason Britner, un etnógrafo del azar que ha convertido el verbo encontrar en una razón de vida: es el fundador de la revista Found, basada en la edición de todo aquello que abandonamos en el camino —servilletas con anotaciones, cartas nunca enviadas, recibos, dibujos con los que nos entretenemos para no enloquecer en las esperas…—, y también el responsable del proyecto confesional Cassette From My Ex, donde recopila «historias y bandas sonoras de amores perdidos».
En LaPorte, Indiana, Britner selecciona y prologa una colección de fotos que, si hemos de creer lo que nos cuenta, encontró por pura casualidad en la trasera del B & J’s American Cafe, un bar al que entró con la intención de tomar un bollo de canela mientras estaba de viaje de camino a Chicago. En la trasera del café encontró, almacenadas en más de veinte cajas de cartón, 18.000 fotos desatendidas. Un cartel que denotaba el mismo abandono decía: «¡Busque a sus familiares! Fotos a 50 céntimos cada una o 5 dólares el paquete».
Las fotos eran el archivo del estudio de fotografía Muralcraft, que había ocupado el segundo piso del edificio del café desde finales de los años cuarenta hasta principios de los setenta. Lo regentaba un matrimonio: Frank y Gladys Pease. Él hacía las fotos y ella se encargaba de atender a los clientes y de la administración del negocio.
Habían nacido en La Porte a principios de siglo, pero decidieron intentar vivir bajo la benigna climatología de Florida, donde Frank trabajó como domador de leones en un circo. Cuando era necesario también actuaba como payaso. Como otros hombres de su generación, voluntariosos y valientes, no le importó recorrer otras sendas: fue redactor de diarios, fotógrafo de crímenes y, de regreso a la patria chica, jefe de fotografía en la fábrica de municiones Kingsbury Ordnance Plant, una de las mayores factorías bélicas de los EE UU durante la II Guerra Mundial.
Siempre he considerado una grosería saber tanto de los retratistas de renombre que, en ocasiones, trabajaban con una cuadrilla de ayudantes y sólo ponían la firma, y casi nada de miles de profesionales honrados, íntegros y contumaces como Frank Pease, entregados a la tarea narrativa de dar testimonio de una ciudad.
El bagaje de La Porte para intentar pasar a la historia es humilde: abundancia de arces, atarderceres largos, inviernos fríos por el asesino viento que escupe el lago Michigan, una alcaldesa elegida con sólo 28 años —no se hagan ilusiones: veterana de la Marina y republicana hasta la médula—, la feria más antigua del estado de Indiana y, según el último censo, 22.000 habitantes.
La deducción fácil —una ciudad del Medio Oeste estadounidense con aroma a maíz, patatas pochadas y costillas de vaca— es equívoca: el Museo del Condado guarda la historia tenebrosa de Belle Gunnes, Lady Barba Azul, en cuyo jardín encontraron 40 cadáveres en 1908 (al parecer, hombres a los que esquilmaba). En cualquier manzana puede residir el gusano.
Del archivo del fotógrafo —nadie puede discutirle la noble condición— es deducible la pretensión artesanal y antiartística de los retratos. Nadie pedía a Frank Pease que fuese creativo, trabajase con el boké, utilizase la distancia focal con ánimo emocional o diese a las copias un acabado vintage. Entrabas para que te retratasen, punto. Esperabas que la foto te hiciera un poco menos desagradable, que ocultase las verrugas, mostrase la bondad, enfatizara la sonrisa que deseabas compartir…
Pero que nadie otorgue la categoría de inocentes a estas fotos de elocuencia a veces desconcertante. Son misteriosas —nunca nos dicen quién, cómo o cuándo—, quizá cándidas y con seguridad responden a una imagen especular de los modelos, que decidieron qué peinado, qué indumentaria y qué aspecto deseaban inmovilizar, pero hay en todas una explosiva intensidad que a veces resulta insensata. Son tan carnales que parecen estar tomadas para colgar de un madero y no de la pared del salón.
Es lícito pensar que el fotógrafo —al que deberían nombrar, con carácter póstumo, cronista oficial de la ciudad— también formuló, desde el silencio de su oficio, las preguntas manifiestas que sus fotos (algunas de las cuales he escaneado a partir de mi ejemplar de LaPorte, Indiana para ilustrar esta entrada) provocan más de 50 años después: ¿murió en la guerra el marinero?, ¿fue el niño un marine chiflado en Vietnam?, ¿hay un futuro de heroína y desencanto en las pupilas?, ¿empeñó el collar de perlas?, ¿es feliz o se ha roto?, ¿padeció?, ¿le aguardaban los espectros de la locura?, ¿cuántos nietos tiene?, ¿murió en un accidente de automóvil?, ¿mantuvo la paciencia?, ¿supo crecer?, ¿en dónde vive?, ¿siguen siendo amigos?, ¿quién pleiteó por su herencia?, ¿cuánto bebió antes de reventar?, ¿escribió un poema?, ¿qué sintió cuando le rompieron el corazón?…