El libro, la primera monografía de fotos de Julian Wasser (EE UU, 1944), apunta a la descripción fiel del contenido —el espíritu libre, relajado y desvergonzado de los años sesenta, setenta y primeros ochenta del siglo XX—: The Way We Were (Tal como éramos), tomado en préstamo de una película de 1973 de Sydney Pollack en la que Barbra Streisand y Robert Redford luchan contra el desgaste que el tiempo provoca en las ilusiones.
No es casual que la actriz aparezca entre las muchas luminarias que pueblan el libro de Wasser: Streisand luce un vestido muy pícaro que deja ver sus nalgas y piernas antes de recoger el Oscar que le dieron en 1968 por Funny Girl.
La obra está poblada por casi todos los bellísimos hombres y mujeres del mundo del espectáculo que hicieron de Los Ángeles y, en concreto, de Hollywood, la ciudad más canalla y con menos horas de sueño del mundo. Wasser estaba allí y lo retrató todo sin demasiada complicación: no te exigían pases vip ni pago de derechos por hacer fotos y tampoco había guardaespaldas dispuestos a romperte el equipo y algún hueso si te pasabas de la raya.
La antología de fotos que se publica ahora, editada por Damiani Books [176 páginas, 45 euros], reúne por vez primera el espectacular trabajo de uno de esos cronitsas visuales que pertenecen a una especie ya desaparecida, la del fotógrafo de revista —Wasser colaboró con asiduidad con algunas de las mejores: Life, Paris-Match, Time, People, Newsweek…— que estaba en el lugar adecuado y no pretendía mostrar un escándalo o jugar al escondite con intenciones depredadoras como los paparazzi, sino dar testimonio de un tiempo y un modo de vida.
Wesser, que hacía fotos desde adolescente y trabajaba como ayudante en la sede de Nueva York de la agencia Associated Press, cambió de vida dos veces. La primera, en los años cincuenta, cuando por la oficina pasó de visita el mítico reportero de sucesos Weegee, cuyo lema era «el crimen es mi negocio» y su objetivo llegar siempre antes que la sangre de los cadáveres se secara o la Policía hubiese acordonado la escena.
A Wesser le gustó aquella fórmula: compró una radio que interceptaba las comunicaciones policiales y, con el coche paterno tomado en préstamo no siempre consentido, se dedicó a hacer la noche para retratar cuchilladas, balazos y otras sangrías de la ciudad. Llevaba los negativos de inmediato a los diarios y a veces le compraban alguno a 25 dólares la pieza.
El segundo punto de inflexión nació del cansancio, de la sensación de que aquella vida no era vida y de la llamada de California, cuyo «elegante glamour» le llamaba la atención, como a tantos estadounidenses enamorados de la emanación de lentejuelas que partía de Hollywood. La «edad dorada» de los nacientes años sesenta, con JFK en la Casa Blanca, Martin Luther King predicando el sueño de la igualdad y el país viviendo una época de especial bonanza económica, fue elegida por Wasser para establecerse en Los Ángeles, ciudad eléctrica, moderna y rumbosa. «Los angelinos no existían sino que también vivían«, recuerda el fotógrafo en el prólogo del libro.
Aunque consiguió algunos encargos rápidos de Time, el reportero se sentía intimidado por el porte imponente y la fama rutilante de las estrellas de Hollywood, pero consiguió sacudirse la sensación bien pronto. «El glamour del viejo Hollywood todavía estaba intacto, pero al mismo tiempo todos eran sumamente accesibles. No había zonas reservadas para los vips en los clubes, no había guardaespaladas, no había gorilas… Podías ver a Jane Mansfield bailando en el Whisky á Go Go y hacerle fotos. Ni ella ni nadie se molestaba».
En torno a 1964, con la contracultura hippie a punto de llamar a la puerta, el ambiente se liberó aún más. Elvis Presley vivía en Hollywood; los Beatles y los Rolling Stones iban de visita y se mezclaban con la locura; los Beach Boys, con el genial y frágil Brian Wilson a la cabeza, ponían banda sonora a la luminosa tierra del sol y el surf; los actores y actrices —desde recién llegados como Jack Nicholson a diosas como Gloria Swanson— parecían tener el don de la ubicuidad. Wesser no dejó pasar una oportunidad e hizo miles de fotografías de ambiente y retratos.
El fotógrafo siguió en la brecha durante la muerte de los ideales de los hijos de las flores —fue el único a quien Roman Polanky dejó entrar en la mansión donde los lunáticos de la Familia Manson habían asesinado a su esposa, la actriz Sharon Tate— y el nacimiento de otros ídolos: retrató a los Jackson Five, al magnate de Playboy Hugh Heffner, a David Bowie, a Iggy Pop, a Joni Mitchell, a Frank Zappa…
«Nunca perdí la fascinación por la velocidad y la variedad de los estilos de vida que aparecían, uno tras otro, en Los Ángeles y la forma en que los angelinos se adaptaban a los cambios», dice el veterano documentalista, quien confiesa que la ciudad «es mucho más aburrida ahora» y que aquel dinamismo «se ha ido para siempre».