Hace unos días, escribiendo una pieza sobre los cuarenta años de Layla, la canción de Derek and the Dominos, recordé una cita de Louis Amstrong:
Hay que amar para poder tocar.
No albergo ninguna duda: los intépretes de Layla amaban. Algunos (Eric Clapton), a la mujer de un amigo; otros (Duane Allman), al recuerdo de un magnolio en el jardín de los abuelos. Todos, al cálido abrazo de la heroína.
Hay tantos avatares del amor como espejos, ríos o delirios.
Recordé otra versión de Layla. La de John Fahey.
Hay que ser muy valiente o muy temerario para intentar revivir una canción tan encerrada como un tesoro en un museo nacional. A nadie le prestan la llave, la combinación dorada, para abrir algunas celdas.
Fahey reunía las condiciones: tenía la destreza de los aventureros y estaba como una cabra. Era un alien.
Vean la foto: un scholar estadounidense. Vernáculo, aseado, con varios carnets de bibliotecas en la chaqueta de mezclilla.
Nativo de Washington pero criado en Takoma-Maryland (1939), fue un niño infeliz blanco. La tristeza nunca dejó de ser su único regazo. El vientre de algunos es una fuente sucia.
Una noche de 1954 escuchó en la radio a Bill Monroe, uno de los padres del bluegrass. Un señor con traje y sombrero, pero con la piel de serpiente y las manos de río de los vecinos de Appalachia.
Años más tarde Fahey describiría el impacto de la pedrada de Monroe en un libro que deberían almacenar en la sección de poesía, How Bluegrass Music Destroyed My Life (Cómo la música bluegrass destruyó mi vida):
No había escuchado nunca bluegrass.
Yo era una niño querido. Tenía amigos. Uno más en la pandilla.
Estábamos juntos todo el día. Nos separaban para asuntos artificiales como la escuela.
Esa clase de asuntos.
Estábamos terriblemente solos. Éramos excesivamente sociales. Éramos agresivamente sociales.
Compulsivamente sociales.
Sí.
No podíamos luchar contra eso.
Divorcios. Sobre todo, divorcios.
Algunos de nuestros padres eran criminales. A veces los encerraban y no los veíamos durante una temporada.
No teníamos a nadie para aconsejarnos. Para entendernos. Para compadecernos. Para
AYUDARNOS.
Algunos de nuestros padres estaban enfermos o en el paro. Esa clase de asuntos.
Pero sobre todo divorcios.
(…)
Y aquella noche escuché a Bill Monroe.
¡Dios!
No estás a salvo en ninguna parte.
No del bluegrass.
No.
Era un sonido horrible, enloquecido. Me volví loco, perdí la chaveta. Era lo más repugnante que había escuchado nunca. Era un ataque terrorista revolucionario a mi sistema nervioso a través de la estética.
Era más negro que el disco más negro que había escuchado.
Me mutiló. Me tiró del sofá. Tenía la boca abierta y los ojos expandidos. Me encontré a mí mismo.
Nada fue lo mismo desde entonces.
He enloquecido.
En 1959, a los 20 añitos, Fahey había grabado el primero de sus varias docenas de discos.
Firmó con un seudónimo que secundaríamos todos los melancólicos: Blind Joe Death (Joe Muerte, el Ciego). Sólo prensaron 95 copias. Él en persona vendía ejemplares en mano a los automovilistas que repostaban en la gasolinera donde trabajaba. Nada mejor que el olor a nafta para saber que debes largarte de aquí.
Al tiempo, escribió una tesis universitaria sobre Charley Patton, a quien todavía entonces nadie otorgaba el reconocimiento de fuente sucia de la que emergió toda la música.
Porque nada más que una guitarra y diez dedos separan a algunos hombres de su destino, grabó discos instrumentales en la majestuosa clandestinidad de quienes aman.
Fahey ejerció muchos y variopintos idilios: con villancicos, material funerario, polkas matrimoniales, cantos de montañeses tristes como lobos, elegías de divorcios y bautizos…
Actuaba en universidades, centros culturales, pequeños tugurios de humo y público con anteojos. Los hippies ni siquiera le hacían caso: estaban demasiado ocupados en balancear el sari.
Según la calidad y la cantidad del alcohol consumido, los conciertos eran desastrosos o actos de fe.
Desde los coches de quienes le recogían en autoestop lanzaba viejos discos desde los puentes. No necesitaba escuchar nada más y había decidido que la mejor patria para la música es un río.
Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, ejemplares casi únicos de blues y bluegrass a 78 rpm, para poder comprar una botella más.
El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra, la mejor acústica steel de la historia.
Sufría el virus de la fatiga crónica (Epstein-Barr, según la nomenclatura médica) y diabetes y, en 1991, fue operado de un bypass. Vivía en un motel. Había perdido el virtuosismo de sus diez dedos.
Regresó en los años noventa. Lo redescubrieron los post-punks, tan locos como él. Jim O’Rourke -el guitarrista y productor que ha trabajado con Sonic Youth, Wilco, Joanna Newsom y tantos otros- le promocionó con desinterés y simpatía. No podía entender como Fahey sufría el abandono mientras tanto mediocre era elevado a los altares.
El renacimiento impulsó un final más o menos feliz. Fahey volvió a dar conciertos, fundó en 1996 la discográfica Revenant e hizo discos tan memorables como Red Cross (2001), donde toca la guitarra eléctrica, juega a la disonancia, cruza el blues del sur con las ragas indias, improvisa a partir de líneas de Bela Bartok, toca con el instrumento desafinado y encuentra la música en el espacio abierto.
En febrero de ese año, unos días antes de cumplir 62, murió en un hospital tras una operación a corazón abierto.
Muy poco conocido en España -por eso le busco refugio en la sección Top Secret-, Fahey supo amar para tocar. Amó hasta la demencia.
Hay muchas e inmediatas posibilidades de escucharle y verle. Dejo unos cuantos vínculos de vídeos para los curiosos:
On the Sunny Side of the Ocean | Wine and Roses | Poor Boy | Dance of the Invisible Inhabitants of Bladensburg | In Christh There Is No East and West | Candy Man | How Green Was My Valley | Lion | Summertime
En una de sus escasas visitas a Europa, dos años antes de morir, Fahey estaba anunciado para tocar en el estirado Queen Elizabeth Hall del Southbank Center de Londres. Había mucha gente con anteojos en el público.
Fahey recordó una canción de Bill Monroe en 1954 y un río en el que se hundían discos en 1968.
Afinó, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, se sonó los mocos, interpretó un tema y dió por terminada la actuación diciendo:
— Creo que es hora de volver a casa.
De eso se trata. Esa clase de asuntos.