Por una de esas incomprensibles injusticias que pueblan la historia del arte, el fotógrafo estadounidense Jerome Liebling murió en 2011, a los 87 años, sin que casi nadie llorase la pérdida de una persona influyente y con una obra madura, contemplativa y social. El gran «fotógrafo cívico», como le definió algún amigo cercano, había tomado las calles de su ciudad natal, Nueva York, durante los años treinta, para retratrar a los héroes sin nombre que pueblan, resisten y sobreviven en toda gran metrópoli.
Pertenecía a una generación de documentalistas que tuvo la misma idea — Walker Evans, Berenice Abbott, Gordon Parks…— y, aunque no lo hacía peor que ninguno de ellos, Liebling siempre fue un artista oculto, solamente conocido por los muy enterados y nunca pudo vivir con el dinero que ingresaba como fotógrafo: la mala suerte, la poca maña para venderse o la ceguera de algunos tuvieron la culpa. Pese a todo, nunca soltó la cámara y se dedicó, para ganarse el pan, a la docencia: fue un reputado profesor de fotografía en la Universidad de Minessota y fundó el Hampshire College.
La deuda pendiente de Nueva York con este cronista de las grietas cotidianas queda en parte reparada con la exposición Jerome Liebling: Matter of Life and Death (Jerome Liebling: asunto de vida o muerte), la primera retrospectiva de alcance —75 obras, con ejemplos de todas las épocas del fotografo— que se organiza tras el fallecimiento del narrador gráfico de la verdad, no siempre razonable ni comprensible, de las calles. La muestra se celebra en la Galería Steven Kasher entre el 13 de marzo y el 13 de abril.
Con obras seleccionadas por la hija de Liebling , la cineasta Rachel Liebling, la muestra abarca las casi décadas de actividad del artista, con fotos tempranas en blanco y negro —entre ellas la que quizá sea su única imágen conocida, Butterfly Boy (Niño mariposa), el desolador y tierno retrato de un crío negro y pobre— y ejemplares a color de las series finales de personas en escenarios urbanos vacíos y sin ningún punto posible de fuga o salvación, como la bellísima y estremecedora Morning, Monessen, Pennsylvania (1983), en la que una anciana vestida de blanco inmaculado parece no saber hacia dónde debe dar el siguiente paso.
También se exhiben fotos muy poco conocidas de los viajes a Europa que Liebling hizo a lo largo de su vida. Llaman la atención algunas tomadas en España durante los años cincuenta, como Woman at Chuch (Mujer en la iglesia), tomada en Málaga en 1966, en la que una bella joven gitana sostiene en los brazos a un crío durmiendo y la figura decorativa y chocante de un toro de lidia.
Las fotos, dicen los galeristas —desde ahora marchantes del legado de Liebling—, exploran «la juventud, la madurez y la muerte», capturando la «intimidad» de las personas y lugares «donde la fortaleza diaria combatía contra la ruina». Citan en este sentido una declaración del fotógrafo sobre su posición social: «Mis simpatías siempre han estado con la gente común, que es el centro de mi fotografía. Siento por esa gente un respeto sublime y especial».
En sus últimos años Liebling utilizó la impresión digital para crear nuevas copias reinterpretadas de algunas de sus fotos, que imprimió en gran formato. Esas imágenes —plantaciones agrícolas, composiciones casi abstractas de cobertizos…— Muchos de las que se muestran en Matter of Life and Death nunca han sido expuestas hasta ahora.
Descendiente en primera generación de inmigrantes europeos —su padre trabajó como camarero toda la vida—, Liebling creció en el barrio de Brooklyn. Durante la II Guerra Mundial se alistó para luchar por una causa en la que creía, pero regresó con un sentimiento pacifista acérrimo que mantuvo. En 1948 se unió a la Photo League, una cooperativa de fotógrafos con conciencia social donde conoció y trabó amistad con Paul Strand y W. Eugene Smith.