Nessun maggior dolore
che ricordarsi del tempo felice
ne la miseria
Dante
La morriña —acaso la única aportación meritoria de Galicia a la historia de la humanidad— es un insecto instalado en los pulmones, una vuelta más en el nudo umbilical de las rodillas, una lotería en la que siempre ganas el premio de la ceniza en la frente, una mancha de sangre con forma de flor inconcebible…
La morriña, que goza del privilegio de las señoritas pretenciosas, puede llegar sin avisar o demorar una cita concertada; puede convencerte o desvencijarte…
La morriña es la bandera de una patria donde la niebla oscurece las fronteras, una tierra donde los ciegos no son capaces del tanteo porque la niebla también es una víscera pegajosa que transforma las paredes, las aceras y los árboles en superficies idénticas.
La morriña, y esa es su propiedad intolerable, aparece en lo diario, en los arenales de lo común. Por ejemplo, en un libro que entrevés sobre la mesa que otra persona ocupa en un café. Sabes que no eres capaz de leer ese libro en el idioma en que está escrito, que es el idioma del país en el que vives y al que llegaste buscando precisamente la esencia de ese libro pero a ese secreto todavía no tienes derecho porque, entre otras cosas, padeces de morriña.
Entonces a la morriña debes hacerle una foto y aplicarle una frase que nada tiene que ver con Dante, sino con la veracidad alcohólica de Carson McCullers: «We are homesick most for the places we have never known».