Acababa de regresar de Madrid, a dónde se había desplazado con la única intención de visitar el Museo del Prado y dejarse cautivar por Velázquez, a quien adoraba tanto como a Rubens y Rembrandt. Frank Holl era en 1888 uno de los pintores más respetados de Inglaterra —la familia real le encargaba retratos y le protegía y recibía los halagos del patriarca del arte nacional de la época, John Everett Millais—. Sin embargo, el artista vivía en un estado de permanente angustia y agotamiento nervioso. Durante la noche del 31 de julio sufrió un fulminante ataque al corazón y murió mientras dormía. Semanas antes había cumplido 43 años.
El poderoso trabajo de Hall ha permanecido injustamente arrinconado en el olvido porque la mayoría de los cuadros que pintó permanecen aún en manos de los descendientes de los compradores iniciales y no están colgados, como merecen, en los grandes museos. En los últimos cien años no se había organizado ninguna antología que acercase al público a la obra del artista victoriano. La exposición justamente titulada Frank Holl: Emerging from the Shadows (Frank Holl: saliendo de las sombras) salda la deuda de la historia con un pintor magistral.
La muestra, que puede verse hasta el 3 de noviembre en la Watts Gallery de Compton-Surrey, en el sur de Inglaterra, reúne casi treinta obras mayores de Holl, el único pintor de la época victoriana que tiene derecho a que su estilo y motivos sean vistos como ejemplos del realismo social. Durante la primera etapa de su corta carrera el artista pintó escenas de niños hambrientos, viudas desconsoladas, seres humanos desprotegidos, mortalidad infantil, emigración obligada por el hambre, viviendas míseras… Mientras buena parte de sus contemporáneos navegaban por las fascinantes oleadas del prerrafaelismo, Holl se hundía en la realidad de su tiempo.
Algunos de sus cuadros parecen escenas del cine neorrealista que llegaría un siglo después. En The Lord Gave and the Lord Hath Taketh Away, Blessed Be the Name of the Lord , que pinto a los 22 años, presenta la visión abatida de un grupo rezando tras la muerte del cabeza de familia. El cuadro causó tanta impresión en el país que Holt recibió una beca oficial para viajar a Italia y ampliar su técnica.
Aunque prefirió largarse pronto de los escenarios italianos y desplazarse a los Países Bajos para ver en persona las obras de luminosa oscuridad de Rembrandt, al regresar a Inglaterra Holl siguió empeñado en mostrar la desgracia y penalidades del pueblo llano. La indagación en la desolación y la pérdida funesta de vidas humanas, un tema que pocas veces llegaba al gran público, fue apreciada por la Reina Victoria, que encargó personalmente a Holl, en 1870, el traslado a la villa pesquera de Cullercoats, en el noroeste inglés, donde pintó No Tidings from the Sea, donde la esposa, los hijos y la madre de un marinero desaparecido en un naufragio no encuentran reposo a la tragedia.
El pintor mostró también escenas masivas de funerales en escenarios rurales (I am the Resurrection and the Life, 1872) y a detenidos en espera de juicio en los calabozos (Newgate; committed for trial, 1878), entierros de niños prematuramente muertos (Death of Her First Born, 1876) y la emigración forzosa por motivos económicos de sus compatriotas (Deserted – The Founding, 1874, donde un policía encuentra un bebé abandonado en los muelles portuarios de los que partían los barcos hacia América).
El artista parecía incansable y capaz de todo: participó en la fundación de The Graphic, una publicación ilustrada que era coleccionada con avidez por quien se convertiría en uno de los grandes valedores de Holl, Vincent Van Gogh, que mencionó en las cartas a su hermano cuánto admiraba la pasión y la técnica del autor; fue seleccionado para exhibir en Nueva York representando a Inglaterra, y tenía concertada una cita con el príncipe heredero para hacerle un retrato.
Pero algo sucedió que no queda claro para los historiadores. En 1880 el pintor dejó sin dar explicaciones sus pinturas sociales y comenzó a pintar retratos por encargo de personalidades, artistas y nobles. Todo indica que lo hizo por necesidades económicas: tenía una familia que mantener y, con dos lujosas casas, una en Londres y otra en Surrey, estaba viviendo por encima de sus posibilidades.
La salud de Holl se deterioraba por la angustia de la situación y, en una carta a su mujer escrita poco antes de morir, reconoció que dejar las escenas sociales había sido una traición hacia sí mismo. «El hambre de esos trabajos está siempre dentro de mí y cuando no puedo satisfacerla me siento agotado. ¡Si pudiera desterrarla de mi conciencia! Pero nunca me deja y si no hago nada me siento de ninguna utilidad», decía.