Lo repetiré de nuevo: las leyes naturales no conocen excepciones;
las leyes artísticas se componen ante todo de excepciones
Arnold Schöenberg
Nutre la mañana, húmeda como un instrumento de labranza a la intemperie, el lamento largo del cuarteto de cuerda Nº 1 de Schöenberg, un centroeuropeo atípico que comparaba al artista con un manzano («dará manzanas tarde o temprano, cuando tenga que darlas»).
Agrupo unas cuantas fotos recientes que asoman entre el miedo y el vacío.
Debo intentar volver a florecer, plasmar el abismo, dejar que las pupilas se asombren sin tregua, sacudirme los mareos y la penumbra, pero no parece mía ya la condición de un tipo que sale a la calle en busca de lamentos para fijarlos en una película fotográfica: me llama el sedentario encanto de las ilusiones de la corriente, las semiilusiones de lo corriente.
Schöenberg, que merecía haber nacido en Grecia, el Cairo o Calabria —algo de esas madres imposibles llevaba en la sangre: era judío, aunque, como siempre insistió, «judío alemán»— no sólo inventó un lenguaje musical: también pintó, inventó un juego de naipes y una máquina de escribir… Nunca tuvo conciencia del tedio del tiempo, nunca se dedicó, como tantos, a hamletizar la vida.
«La belleza», decía, «es una necesidad de los mediocres». Quizá debo grabar la idea a fuego en mi frente para volver a retratar.
[Las fotos, por cierto, fueron todas tomadas con una Holga 120N y película Kodak Tri-X de 400 ASA. No es que importe, pero la fidelidad sí importa]