Entender la guerra como una «obligación moral» y, para que sea posible, sumergirse en el «estado marcial del alma» del guerrero para «comprender la locura del amor que respira».
James Hillman (1926), uno de los pocos seguidores en activo de Carl Jung, desplazado por los sicoterapeutas o, aún peor, por los leñadores de la inteligencia emocional y demás camarillas new age, se aleja de la falaz retórica de entender la guerra ‘en nombre de la paz’ y se pone traje de campaña para entrar en el corazón de la más bestial (y acaso la primera) de las condiciones humanas.
El ensayo Un terrible amor por la guerra, que acaba de ser editado en castellano por Sexto Piso, desarrolla la psicología arquetípica profunda del estado natural del hombre: la dentellada, el tajo, la bala, la bomba de racimo…
Empecé a leerlo anoche. Es mi primer encuentro con Hillman, de quien había leído sólo textos sueltos.
Me conmueve su propuesta: ir a la guerra, al «patio de recreo de lo incalculable», para no dejarla en manos de los halcones, los doctores del belicismo y los falsos pacifistas de la mercadotecnia del casco azul entendido como fraile descalzo.
Si la guerra es el mayor «fracaso de la imaginación», la única opción es imaginar dentro del otro.
«¿Podemos imaginar al Otro? ¿Imaginar al enemigo? ¿Imaginar lo que él y ella y ellos viven y piensan y creen? Si pensamos en Irak, entonces tenemos que pensar: ¿por qué la insurrección? ¿Qué hay en el corazón de la insurrección? Y luego tendríamos que retroceder y pensar dónde estamos en relación con lo que hay en su corazón. No el temor en nuestro corazón, sino qué hay en el corazón de ellos», dice Hillman.
No se trata de entender y renegar del lenguaje estético, por demás indecente, de la tecnología de la muerte. Eso ya nos los enseñan las cadenas de televisión. Se trata de imaginar (es decir, sentir) cómo nos ven ellos, cómo nos sienten…
Anoche cerré los ojos e intenté ejercitar ese vernos desde el otro lado. Una puerilidad sobre mi colchón de Ikea. Me sentí adicto: a no saber.