Ernest Cole, «Casa de cautiverio»

11/07/2013
© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

© The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

El fotógrafo Ernest Cole creyó necesario añadir un título largo y explicativo a esta foto:

«Un centavo, jefe, un centavo, por favor, jefe, tengo hambre». Escena nocturna en Golden City, con niños negros suplicando limosna a blancos. Puede que les den una moneda o, como aquí, una bofetada.

El título añade poco a lo que vemos, pero acaso el fotógrafo necesitaba la carga verbal para mitigar el dolor que padecía retratando el infierno.

Cole se llamaba en realidad Ernest Levi Tsoloane Kole y había nacido en 1940 en Eersterust, un suburbio de Pretoria (Sudáfrica). Era el cuarto de los seis hijos de un sastre y una lavandera negros y no tenía otro futuro que el hambre en el país que estableció el régimen segregacionista más atroz de la segunda mitad del siglo XX, el apartheid.

En casa no había comida suficiente y la malnutrición hizo mella en los críos: Cole sólo alcanzó como adulto una estatura de 150 centímetros.

Con la cámara que le regaló un misionero católico, el joven Cole empezó a hacer fotos y terminó encontrando empleo como ayudante de laboratorio en la revista Drum, el único medio que se atrevía a informar de la vida en las townships, los guetos obligatorios para negros.

Lo que a Cole le faltaba en altura le sobraba en coraje. Durante la década de los años sesenta —los años brutales de las recolocaciones forzosas y la represión desatada contra la mayoría negra (ocho de cada diez habitantes de Sudáfrica)—, el fotógrafo se conjuró para mostar lo que sucedía. No era un suicida y sabía cómo actuar: se escondía, utilizaba teleobjetivos, disimulaba la cámara entre la ropa o en tuppers de comida para entrar en minas o en cárceles y hacer imágenes que le resultaban suficientemente inexplicables como para añadirles títulos muy largos…

Incluso tramó un engaño burocrático que le salió bien durante un tiempo: inscribió su identidad racial como coloured, de color, con razas mezcladas, una de las gradaciones de la negritud establecida por los teóricos del apartheid para el diseño social. Si eras de color tenías un poco más de libertad que si eras negro: podías, por ejemplo, viajar de un township a otro sin que el desplazamiento fuese considerado delito. La triquiñuela funcionó —Cole tenía un tono de piel no del todo negra— y pudo recorrer los escenarios del horror que punteaban el país entero.

La obra de Cole es de una pureza salvaje y una moralidad aplastante porque, aunque nadie se atrevía a publicar las fotos, el reportero seguía en la brecha y no abandonaba. Mostraba —y confiaba en que el trabajo llegase a otros algún día— la realidad de un país montado bajo un sistema nazi, donde los negros no podían optar a cargos públicos, establecer negocios, entrar en zonas asignadas a blancos, disponer de energía eléctrica o recibir una educación mínima (la educación de un niño negro costaba el 10% de la correspondiente a un blanco y la universitaria era directamente imposible para los negros).

En 1966, mientras retrataba a una pandilla de ladronzuelos callejeros, la feroz policía sudafricana detuvo a Cole. Era una redada rutinaria, pero en la comisaría descubrieron que el fotógrafo había mentido sobre su perfil racial. Tras unas cuantas sesiones de golpes y otras torturas, le ofrecieron dos opciones: convertirse en soplón o ser juzgado por fraude y, con seguridad, condenado a varios años de cárcel.

Con la ayuda de amigos que participaban de los cada vez más potentes grupos de resistencia antiapartheid el fotógrafo logró escapar a Europa. Unos días después, una persona blanca que no despertaba sospechas en las aduanas sacó del país los negativos de su archivo de fotos de títulos como letanías.

En 1967 Cole hizo realidad el sueño de su vida: editaron en los EE UU el fotolibro House of Bondage (Casa de cautiverio), su crónica, en fotos y pies de foto, de lo que estaba sucediendo en su tierra. Aunque fue prohibido en Sudáfrica, ejemplares de contrabando y fotocopiados circularon con profusión y se convirtieron en un pilar del activismo fotográfico que ejercieron en las décadas siguientes David Goldblatt, Eli Weinberg, Omar Badsha, Joao Silva y Jürgen Schadeberg.

Pero el hombre de 150 centímetros de estatura y una valentía de rascacielos nunca volvió a ser el mismo: tenía rota el alma y se sentía divorciado del mundo. Jamás regresó a Sudáfrica y, después de 23 años de exilio, murió en Nueva York en 1990. Era un homeless, dormía entre cartones y jamás hizo una foto desde que se marchó de su país.

Earnest boy squats on haunches and strains to follow lesson in heat of packed classroom, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

Earnest boy squats on haunches and strains to follow lesson in heat of packed classroom, 1960-1966 © The Ernest Cole Family Trust Courtesy of the Hasselblad Foundation, Gothenburg, Sweden

[Escrito para Trasdós – 20 minutos]

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