Antes de venir a San Francisco tenía un sueño: caminar por la senda que había transitado Emmett Grogan. Era un ilusión inocente que se concretaría, pensaba, en buscar sus huellas, acaso el eco de algunas de las muchas palabras que pronunció y escupió con indisimulada rabia, retratar la silueta que dejó en algunos rincones de la ciudad…
No lo he conseguido. Tienen la culpa mi escasa voluntad, la pobre disposición del tiempo libre del que dispongo y, less but not least, el vendaval con el que sopla la historia sobre quienes son demasiado incómodos para tener fácil acomodo en los panteones.
Grogan, nacido en torno a 1943 —los piratas nunca tienen una partida de nacimiento educada, señor juez—, había sido un hijo travieso de inmigrantes irlandeses, casi un delincuente, cuando las calles de Brooklyn eran nación de los desnudos.
Tras ser expulsado del Ejército, recala en San Francisco a los 21 años: pelo rojizo ultramarino, pecas y un aura ante la que no caben las defensas. Quiere «vivir una vida sin tiempos muertos».
En la ciudad se convierte en el supermán del underground, así le llaman desde que se sitúa en primera línea (en vanguardia, ese término que hemos rebajado a cliché) de los Diggers, anarquistas, locos, asesinos del dinero, funambulistas de la acción directa, clarividentes entre la general ceguera hippie.
Emmett llamaba la atención contra “la monumental estupidez implícitamente contenida en el psicodelismo trascendental”.
Emmett era capaz de interrumpir un cónclave de la New Left yanqui: “Ni siquiera tenéis cojones para volveros locos”, dice desde la intuición ante los universitarios decorosos que pretender ser marxistas mientras la red de seguridad de la cuenta bancaria de papá paga los gastos.
«No organicéis las escuelas, ¡quemadlas!», espeta a los sindicalistas de la docencia.
Antes de llegar a la ciudad había leído el libro de Alice Gaillard sobre los Diggers y consultado con pasmo el archivo en línea del grupo cuya praxis se reducía a un grito de jungla: «¡Todo es gratis porque es vuestro!».
Devoré octavillas y panfletos, escruté rastros de gasolina y cerillas. Sólo me faltó encontrar (no es cosa fácil), la biografía de Emmett, Ringolevio, donde acusa a la mafia hippie por haber desnaturalizado la ilusión y franquiciado la revolución para mayor ganancia de los comerciantes del peace and love.
A cambio me enteré, pasmado, de su amistad con otro pillastre, Bob Dylan, que regaló a Emmett una copia en acetato de las sesiones, descartes incluídos, del gran disco Another Side of Bob Dylan, quizá sabiendo que Grogan, refractario a la idea de propiedad, rápido como un bucanero cuando de buscar dólares se trataba, se encargaría, como hizo, de entregar el master a editores ilegales que sacaron tajada de las muchas ediciones del disco pirata The Emmet Grogan Acetates.
No queda nada del paso de Grogan por San Francisco. Era demasiado radical y extremo para una ciudad de fluir suave y con atmósfera empapada por el olor pegajoso a la marihuana que se despacha con facilidad.
En los locales donde los Diggers montaron sus tres tiendas de todo-gratis («si alguien pide ver al director, respondedle que el director es él», decía Emmett) hay ahora tiendas de camisetas con la cara de Janis Joplin y poemarios de Allen Ginsberg, dos que sí están en los panteones de la memoría colectiva y las guías de turismo.
Acabo de despejar algunas dudas y disfrutar de nuevo de la pasmosa aventura libertaria de los Diggers con Notes from a Revolution: Com/Co, The Diggers and The Haight, un libro reciente que recopila el material de la Comunication Company (Com/Co), la sección de agitación y propaganda del grupo. Todas las ilustraciones de esta entrada proceden del tomo.
A estas alturas he asumido que nunca conoceré el paisaje de Emmett Grogan en San Francisco.
El 6 de abril de 1978, el digger más guapo murió en un vagón de metro en Nueva York. Tenía 35 años y nadie acierta a saber la causa de la muerte. Se barajan dos posibilidades: ataque al corazón o una dosis letal de heroína.
Unos días más tarde Dylan editó su disco más urbano, Street Legal. En la carpeta figura una inscripción que hago mía: «Dedicado a Emmett Grogan».
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