Emil Otto Hoppé (1878-1972) retrató a la exuberante Tilly Losch, Condesa de Carnarvon, bailarina, actriz, pintora y dueña de todos los corazones de Viena y Berlín durante las dos primeras décadas del siglo XX, como si ante la cámara estuviese una pilluela y no una reina: la inocencia de la pose, la mirada clavada en el fondo del alma del fotógrafo…
El retratista, a quien rinde homenaje estos días la National Portrait Gallery de Londres en la exposición Hoppè Portraits: Society, Studio & Street (Los retratos de Hoppé: sociedad, estudio y calle), no ha sido redescubierto, como sugieren algunas crónicas intentando hacer arqueología de la evidencia.
Al contrario, sin Hoppé no hubiesen sido posibles las fotos de Bill Brandt o Cecil Beaton. La huella que dejó su obra de las décadas de los años veinte y treinta del siglo XX se deja notar en Richard Avedon e Irving Penn, quienes le admiraban y no se cansaban de citarle como fuente inspiradora.
Nacido en Alemania, hijo de banquero millonario, receptor de finísima educación (signifique eso lo qué signifique) en Francia y Austria, Hoppé iba camino de perderse trabajando como delegado financiero en China. Para suerte de la humanidad, el barco salía de Londres. El joven nunca hizo uso del billete.
Se enamoró del naciente arte de la fotografía y, en 1907, abrió su primer estudio de retratos en Barons Court. En 1911 se trasladó a otro local, en la calle Baker, y dos años más tarde a una mansión de 27 habitaciones en Cromwell Place, en el barrio de South Kensington. Allí vivió y trabajó durante casi 25 años. Llamó al estudio Casa Millais, porque en el palacete había vivido el pintor pre rafaelista John Everett Millais.
Enemigo de la tendencia dominante, eliminó la ornamentación y decidió concentrar toda la luz (y las sombras) en los modelos. Fue uno de los primeros maestros de la fotografía del corazón, uno de los primeros viajeros de la indagación fotográfico-sentimental.
Sus retratos entraban en el personaje y todos los que se colocaron ante su objetivo salieron radiografiados hasta la médula misma. Una de la secciones de la exposición agrupa ochenta de esta piezas que aún son rabiosamente modernas, con retratos de, entre otros, Margot Fonteyn, George Bernard Shaw, Vaslav Nijinsky, Ezra Pound y Benito Mussolini.
Hoppé nunca creyó en las fronteras de clase. Retrató con la misma delicadeza, con la misma pretensión de rayos equis, a dandis y mendigos, a aristócratas y tenderos, a escritores e hijos del arrabal.
En los años veinte y treinta, cuando ya era un respetadísimo retratista, salió a las calles y, en ocasiones con cámaras disimuladas, exploró lo que él llamaba «tipologías». Se convirtió en el primer fotógrafo en publicar libros documentales sobre la pobreza de Londres y las miserables condiciones de vida de los condenados por el sistema.
La muestra de la National Portrait, que se clausura el 30 de mayo, es la primera gran exposición dedicada a Hoppé que reune sus retratos modernistas y su fotografía documental sobre la vida diaria en la Inglatera de entre guerras.
Cuando ya era un artista de reputada condición, viajó por el mundo sin descanso. Se sentía afortunado porque su vocación le permitió «echar un vistazo detrás de las fachadas, por así decirlo, de tantos y tan interesantes hombres y mujeres».