Escuchar a Elvis como sorprendiendo un acto prohibido, escupiendo sobre la tumba de tu madre, rayando el cristal de la foto de bodas con uñas de heladero despechado.
Escuchar a Elvis (cuando todavía hablaba en plural):
Somos hoscos, somos melancólicos, somos una amenaza.
Escuchar a Elvis en las sesiones secretas de los años setenta, penetrando en el cañón de la pistola, extendiendo el cieno mientras esperas las fauces del caimán.
Escuchar a Elvis:
Ojalá fuese una manzana colgando del árbol.
Escuchar a Elvis entregándose a la cartografía de los tigres y las camisas de labrador, abriendo el grifo de agua caliente para escaldarse.
Escuchar a Elvis:
Necesito que me cuides cuando hace calor.
Escuchar a Elvis en la luz sombría de una feria de ganado en Jacksonville, una silueta de ave rapaz sobre el tablado mojado de agua fangosa y orín.
Escuchar a Elvis:
Ven a casa, Cindy, Cindy, ven a casa conmigo.
Escuchar a Elvis dejándose embrujar con la camisa color lavanda, la levita de brillos viejos, la hebilla del cinturón haciendo percusión con la caja de la guitarra.
Escuchar a Elvis:
Ojalá fuese un pájaro azul sobre tu hombro.
Elvis no escribía poesía, pero las letras que redactaban sus bien pagados mercenarios se transformaban en polvo lunar cuando Elvis las cantaba.