Mi padre coleccionaba sellos de Correos.
Los domingos, en otro país, nos levantábamos cuando aún era noche, bebíamos café muy aguado, comíamos una torta de maíz e íbamos en el Ford a visitar a otros filatélicos.
Buscábamos el Bolivar Negro, una curiosidad de gran valor impresa en 1900.
Yo me encargaba de los catálogos, de comprobar los precios, manejar las pinzas y la lupa e inspeccionar el dentado. Mi padre negociaba los cambios, regateaba con hombres cuyas caras he sustituido por otras.
Recuerdo que también nos daban café.
Una de aquellas mañanas de trasiego acabamos en un barrio peligroso, el 23 de Enero, de bloques idénticos y balcones pintados de amarillo, azul y rojo, como la bandera del país.
No había un alma en las calles pero escuchamos disparos no muy lejos y regresamos a casa para comer. Mi madre preparaba arroz con habas negras y plátano frito.
Después nos sentamos a ordenar los sellos, felicitándonos por los hallazgos, nuestros mínimos tesoros.
Yo colocaba en mi álbum emisiones de cuadros de Paul Gauguin, astronautas soviéticos, paisajes africanos y una serie de retratos baratos de James Dean, Elvis Presley o Cassius Clay con matasellos de Santa Fe o Salt Lake City.
Nunca encontramos el Bolivar Negro.
i didn’t have an album………
i had a newspaper cut out of allen ginsberg and jack kerouac on my wall………
rilke (letters to a young poet) under my pillow….
i was safe….
I was so childish! Mail stamps! There was a pretty Bible on the living room and a Chaucer’s Canterbury Tales I secretly loved
Cuando tenía 14 años, leí no sé dónde a no recuerdo quién que decía que la infancia es el territorio al que siempre se vuelve, que la vida de uno se determina allí. Como me faltaba esa perspectiva, no lo entendí. Hace mucho tiempo que ya sí, claro, y me encuentro a mis 40 volviendo a ella (a veces un poco obsesivamente).
Yo también coleccionaba sellos, incluso los compraba a no sé qué grupo de religiosos: un fraude, la mayoría de lo que les compré (Yemen, Liberia, exóticos como ellos solos) resultaron no ser sellos. Muchísimos años después se los regalé a mi chico, que aprovechó la mitad de ellos, y se puso más contento que unas castanuelas. Ahora andan mezclados con los miles y miles suyos.
Que la infancia es el eterno destino y crecer es un verbo que debe conjugarse hacia atrás lo tengo bastante claro, pero tengo problemas para regresar: sólo recuerdo retazos, flashes, como si mi infancia estuviese al mando de un técnico en luminotecnia afiebrada.