La foto que ocupa la portada del libro encaja con el título, lo describe con hiperrealismo, es una huella digital. El periodista inglés David Hepworth sabía lo que hacía cuando eligió abrir Never a Dull Moment – 1971, The Year that Rock Exploded (Ni un momento aburrido – 1971, el año en que explotó el rock) con la imagen de disoluta belleza de Keith Richards, Gram Parsons y Anita Pallenberg en uno de los lujosos salones de Villa Nellcôte, la mansión de 16 habitaciones de Villefranche sur Mer, en la Costa Azul francesa, donde los Rolling Stones se habían refugiaron para:
- Grabar el mejor disco de su carrera y quizá uno de los mejores de todos los tiempos, Exile on Main Street.
- Dejar de pagar impuestos en el Reino Unido, donde el gobierno laborista apretaba las tuercas a los multimillonarios sin que desgravará ni un céntimo lo galanre de su porte.
- Drogarse en comunidad en una villa con alambicadas yeserías y lámparas de araña en cada aposesnto, acompañados de amigos, allegados y parientes —John Lennon y Yoko Ono se dejaron ver y también el magnate magnate financiero Ahmet Ertegum, fundador de la discográfica Atlantic—. Los proveedores de drogas casi vivían allí.
- Grabar sin la presión de horarios y agendas. El estudio movil del grupo, instalado en un camión, estaba aparcado en los jardines y en los sótanos de la casona, con mínimas adaptaciones, se conseguía un sonido pastoso en el cada nota parecía un grito. Algún amante de lo esotérico puede aducir que era lógico el tenebrismo: Villa Nellcôte había sido cuartel general de la Gestapo en la zona y escenario de cuerpos y almas torturados.
Las piernas largas y desnudas de Anita, Lady Rolling Stone, lánguida pin-up, satanista, buscadora de problemas, voraz politoxicómana, modelo, musa y novia intercambiable de Jagger y Richards, tienen la misma indolencia hedonista que la imagen, tomada por Domique Tarlé, fotógrafo al que permitieron moverse con libertad en el escenario belle epoque ocupado por el animalario perverso.
No crean ni por un momento que la estampa de paciente de quirófano de Richards significa que la heroína le hubiese anestesiado los sentidos: durante aquellos meses robó varias canciones al ingenuo y más triste de los vaqueros, Gram Parsons, que, acaso porque actuaba maravillado por tener entrada para el festín, creyó que aquellos malvados ególatras eran sus amigos.
La tesis de Hepworth es que a lo largo de 1971 se desató la tormenta perfecta que liberó al rock del estreñimiento causado por la excesiva benevolencia de los años hippies.
El 31 de diciembre de 1970, como si de un vaticinio se tratase, Paul McCartney había dado poderes a sus abogados para que firmasen el finiquito judicial de los Beatles, separados de hecho desde hacía meses. Al día siguiente, uno de enero de 1971, la música, sacudida de la carga de mantener demasiada atención sobre el cuarteto inglés, se dejó llevar por la furia, la voluptuosidad y la marrullería, que se adueñaron otra vez, como había sucedido a mediados de los años cincuenta, del sonido del rock.
Nacido en 1950 y, por ende, de 21 porosos años en 1971, Hepworth narra desde una óptica personal la sucesión de milagrosos álbumes monumentales y de tonalidades no sujetas a ninguna forma rítmica o pendulares de ideologías y modos de pensar. La música volvía a ser música y quedaba reducida a su fórmula eterna: la canción.
Sucedió casi sin descanso y también sin aviso: nadie esparaba tanto y tan pronto, sobre todo quienes opinaban que la muerte de los Beatles era algo más que otra disolución de una sociedad que había sustituido la amistad por las envidias y los egos por el entendimiento y que siempre fue muy mal manejada por su agente, el torpe y avaricioso Brian Epstein.
Las dieciocho portadas que aparecen en el par de mosaicos de arriba pertenecen a discos publicados en el año dorado de 1971. Es un catálogo para temblar de placer con la tensión negra de Master of Reality (Black Sabbath), la lisergia elíptica de Tago Mago (Can), el poder desatado de Who’s Next (The Who), el protoglam de Hunky Dory (David Bowie), el soul ecológico de What’s Going On (Marvin Gaye), cuatro de los grandes discos de autor de la historia —Tapestry (Carole King), Songs of Love and Hate (Leonard Cohen), Blue (Joni Mitchell) y If I could Only Remember My Name (David Crosby)…—, la oda temática a una lolita de Histoire de Melody Nelson (Serge Gainsbourg), el funk incendiario de There’s a Riot Goin’ On (Sly & The Family Stone), el flow predictor del hip-hop de Pieces of a Man (Gil Scott-Heron)…
Podría añadir al menos otros tantos: Nilsson Schmilsson (Nilsson), Madman Across the Water (Elton John), A Nod Is as Good as a Wink… to a Blind Horse (Faces), Leon Russell and the Shelter People (Leon Russell), Muswell Hillbillies (The Kinks), Killer (Alice Cooper), Tupelo Honey (Van Morrison), Delta Momma Blues (Townes van Zandt), Crazy Horse (Crazy Horse), Aqualung (Jehtro Tull), John Prine (John Prine), Islands (King Crimson), Faust (Faust)…
Dejo fuera de la relación los discos póstumos o casi de algunos santones del hippismo editados en 1971 —L.A. Woman, el mejor álbum de los Doors, en realidad el único decente; Pearl, de Janis Joplin; Cry of Love, de Jimi Hendrix…— porque provienen del ataud que las nuevas formas musicales estaban enterrando: ya está bien de pendencias, volvamos a mover las caderas.
En estos momentos en que un disco original y sólido es infrecuente, casi imposible, pensar en un catálogo tan amplio de obras maestras en un solo año parece producto de la locura. Leyendo a Hepworth intento recordar dónde y cómo vivía yo en 1971. En mi memoria cautiva sólo restan retazos, imprecisiones de color, atisbos de momentos… La banda sonora, lo juro, se mantiene presente, viva y suena igual de afiebrada.