«Fueron la juventud -pensó- y la guerra las que, por lo menos, nos enseñaron el valor del tiempo».
El protagonista de la novela que leo, «El hombre del traje gris«, de Sloan Wilson (1920-2003), tiene problemas con los recuerdos y su larvario. La única plenitud que conoció, un amor escondido en las ruinas de Roma tras la caída del fascismo, no es verbalizable. Como acaso sucede con todo aquello que transgrede la pobreza de la vida que llevamos, supera al verbo.
Paseo por la ciudad en la que viví durante años y la reconozco sólo de una manera fotográfica. Este local era un bar donde los inspectores de Policía ocupaban una mesa y los comunistas la de al lado; allí estaba la cueva donde cada noche revivía con Miles Davis…
¿Cómo era yo? No alcanzo esa respuesta.
Temo encontrar a alguien que me haya conocido entonces y no saber cómo debo recordarle. Me espanta la diplomacia del olvido.
La misma desmemoria que cubre mi infancia, rota por miserables espasmos de luz, se dilata hacia adelante. Llega ya a mis treinta años. Algún día me la encontraré, cara a cara, en el presente. Necesito una guerra.