El hombre que lee el diario de provincias e ingresa en cada noticia como en un complot, asociándose a un club de perfidias, incorporándose con interés de novicio a la gesta deportiva del atleta juvenil, a la pavimentación de la plaza, a la presentación de la agenda, a la llegada del tren, a la astucia del ratero…
El hombre que lee el diario de provincias liquidando cada columna, cada pie de foto, cada destacado, los fatuos breves confinados en una página para rellenar el hueco dejado por la publicidad caída a última hora: el centenario de una anciana, los donativos para un comedor benéfico, la llegada de un barco de pasaje con turistas británicos, el acto de homenaje a un funcionario deshonesto…
El hombre que se embriaga de tinta y tiñe de negro la mirada, excitándose con los dedos sucios del papel lastrado por tantas referencias, escrutinios de vida breve que nunca cumplirán años: el aviso de un perro perdido, el juicio contra un atracador, el cierre de un taller de confección, la lectura de elegías de un rapsoda con pañuelo de seda, el precio del congrio capturado por el anzuelo en un caladero nórdico…
El hombre que lee esas bagatelas como abriendo los cajones que guardan los juguetes de una extraña infancia, con el ánimo puesto en descifrar qué tipo de secreto, de lengua impura, de precepto místico, puede relacionar el estudio lingüístico de un catedrático de secundaria con el viaje a los Andes de una delegación sanitaria y el parto inconcebible de un ternero con dos cabezas.
El hombre que lee y ya no escucha, porque está hundido y preso en esa realidad, una naturaleza de bajo calibre, un ruido de liviana intensidad, bebiendo incluso el azúcar que no ha revuelto y permanece muerto en el fondo de la taza del café, agrumado y frío, una especie de caramelo de escoria que traga en un sorbo irreflexivo, porque conviene envenarse de una blanca línea de fiebre para dejar atrás el frío.
El hombre que lee los diarios que ya no existen, asesinados en un crimen que cometimos todos. Aspiro a esa gloria muerta.