«Cuán monótona sería la vida sin mi soledad», escribió el poeta-samurai japonés Saigyõ (1118-1190), un espíritu limpio que se retiró a vivir en una choza de montaña, sin más posesión que unas escudillas para hervir arroz y un manto de arpillera para abrigarse del frío. Saigyõ estaba convencido de que cuanto más se posee, más libertad se pierde. Sus únicas ocupaciónes eran contemplar el mundo, como flotando sobre él, tres centímetros por encima del suelo, y, mientras tanto, escribir poemas.
Sencillez, es cierto. No deberíamos estar atados a nada, ni siquiera a nuestras propias acciones; deberíamos vivir desvinculados, educarnos en la oscura intuición de la duda, infinitamente pobres, nobles, despiertos. Como el poeta-samurai, con la única compañía de las flores, la luna y las palabras.
Ojalá pudiera aplicarme un downshifting semántico, un camino hacia la esencia como sordo germén creador, un menos es más léxico en busca del ser de las palabras. Dejar de vivir en las cuevas de Altamira de la lengua.
Estamos apagando la luz del lenguaje con las nuevas hoja en blanco, estos sanatorios virtuales que frecuentamos, con el mismo ánimo que a una conversación de zoco, con la lengua desatada y supuestamente libre del alboroto. Cuando paseo anónimamente por algunos e-foros sociales de gran tráfico siento lo mismo que en algunas cafeterías: un colosal estruendo bélico. Desde el punto de vista del cómputo, el barullo de la simpleza da resultado, sin duda. Los banderines publicitarios que presiden estas nunciaturas del «hola, tronko, mírame, sé tanto, siento tanto” son atareadas cajas registradoras, interpretando los sabroses acordes del dinero en efectivo.
Del mismo modo que confundimos espectáculo con escándalo y arte con pirotecnia, la palabra es jerigonza. Nos llenamos la boca de ciempiés para no mostrarnos mudos, tal cual somos. La sencillez, la espontaneidad que se despacha en las provedurías de la nada es un énfasis plagado de admiraciones y exclamaciones, incluso de iconos gestuales que hablan por nosotros. Smiley y su prole han secuestrado nuestra voz.
No está bien poseer las palabras como saldo bancario ni utilizarlas como lápida. Como patrimonio indispensable merecen un respeto devocional. Es suicida arrancarlas como se arranca una flor de la grieta del muro, o dilapidarlas como se dilapidan los bienes materiales. Las palabras, sobre todo las escritas, fijadas en el lienzo, son la “duda sabedora” de Rilke y el “largo silencio” de Pavese, la casa de nuestro retiro y silencio, la única fidelidad.
Otro poeta japonés, Tachibana Akemi (1812-1868), otro cultivador de palabras como bulbos, dijo:
Todo lo que puedo hacer es
Jugar a escribir poemas
Ya me encuentre
En el cielo o en la tierra
O haya entrado
En el otro mundo
Los escribiré
Como si estuviera en éste
No debemos pedir sencillez a las palabras. No debemos pedirles nada, como nada pedimos tampoco a la escudilla de arroz y la arpillera.