[Acabo de encontrar este texto en los arcones. Lo publicó 20 minutos el 15 de marzo de 2004, cuatro días después de los atentados del 11-M y fue el prólogo de la serie «El tren de todos» de semblanzas de los muertos a través de las palabras y cicatrices de los vivos. Eran tiempos previos al 2.0 y, como puede verse en el PDF, las webs eran poco más que una pizarrita de escuela pobre. Yo iniciaba el trabajo más duro y, al tiempo, más útil de mi carrera. Lloré, recé, escuché y escribí: a nada mejor puede aspirar un periodista]
A veces escuchas a Mozart en estos trenes de Cercanías. Pasas ante las pálidas factorías y del circuito de sonido asoma una sonata. A cien por hora, camino de la gran ciudad y entumecido por el sueño, es algo extravagante escuchar algo tan delicado, de modo que subes el volumen del discman con Limp Bizkit, como Álvaro Carrión (18 años menos dos días), o con Los Enemigos, como Francisco Javier Mancebo (34), o simplemente tarareas para ti mismo a Sabina, como Vicente San Román (37).
Entonces piensas en cómo encaja todo: te dejas llevar por la sincronía entre velocidad y música, te importa un poco menos que ahí fuera haya problemas, tener que estar despierto a las siete y media de una mañana de marzo y que todavía –porque las semanas son cada vez más largas– sea jueves.
El tren ennoblece el paisaje nada agraciado: polígonos, áreas comerciales y aviones casi sobre ti descendiendo hacia Barajas. Desde tu vagón ves las cosas de otra forma y, como le está pasando al cabo primero José Gallardo (33), uno de esos militares grandotes que practica el yoga de permanecer firme en las garitas, dejas de ser del todo tú para hacerte espectador de una especie de documental.
El zumo de naranja |Puedes tener también una regresión cercana y doméstica, como la de Alicia Cano (63), que va a limpiar casas y, más allá de la pantalla de la ventanilla, descubre el mismo color del zumo de naranja con el que despertó a sus cuatro hijos antes de salir de casa.
Es tiempo de sumergirse y cada uno escoge su playa. El subteniente del Aire Félix González (52) lee una biografía del pintor realista Cristóbal Toral, que dibuja, vaya casualidad, maletas abiertas esperando por nadie en imposibles estaciones de tren. Antonio Sabalete (37) tampoco está para nadie: ahora escribe impresiones íntimas en su libreta.
En el momento de la ensoñación ferroviaria, los sentidos se disparan. Piensas, como Elías González (31), en el nuevo aparato de DVD y en la depresión de la vecina a la que quieres levantar el ánimo; como Eduardo Sanz (31), en Zidane y su máquina de hacer imposibles, otra vez funcionando anoche contra el Bayern; como José Miguel Valderrama (25), en la adolescencia de dudas de Harry Potter, que lees con pasión de fan; como Florencio Brasero (50), en el cumpleaños de tu mujer, que celebrarás esta tarde; como el piloto en prácticas Alberto Arenas (24), en la caligrafía limpia de un jet; como Myriam Pedraza (25), en la tierra de los ancestros, la amable Montilla cordobesa a la que regresarás este fin de semana.
Siempre fue así: en un tren caben todos los sueños, incluso el de ser niño durante un trayecto. Nada temes en un tren: tienes el tiempo del traslado para ti mismo, para viajar hacia dentro. Sientes que el vaivén te mece y el traqueteo es la nana. Patricia (7 meses) lo disfruta mejor que nadie: ahora duerme. Por tanto, ningún viajero, excepto sus dichosos padres, sabe que tiene los ojos azules.
Hay algo de verdad en eso de que los que estamos en marcha a las 7.30 sólo podemos ser personas decentes. Lo notas en el ambiente, en esa hermandad muda de quienes cada día nos ganamos un jornal. Hay gente de andamio y mono. Destacan como una tribu. Tipos callados y con la buena planta de los albañiles, como Héctor Figueroa (33), Carlos Marino (39) y Neil Torres (38); fontaneros bromistas como Miguel Antonio Serrano (28), caldereros como el dominicano y bachatero vocacional Enrique García (28).
Si hablan de músicas del mundo, te preguntas: ¿por qué no los llaman trenes del mundo a estos cuatro que ahora atraviesan, separados por minutos, el Corredor del Henares? 700 personas en cada convoy, unas cien en cada vagón. Entre ellas, el peruano Neil Astocóndor (34), el cubano Michael Rodríguez (29), el hondureño Saúl Valdés (45), el filipino Rex Ferrer (18), el rumano Csaba Zsigovszky (26), su compatriota Nicoleta Diac (25)… Gente racial, orgullosa y callada que piensa en objetivos cabales y pequeños, como Neil, que muestra la euforia contenida de los andinos, porque, tras mucho ahorro, ya puede comprar el coche de segunda mano.
Los 24 vagones son casi exactos, bautizados según un santoral incomprensible: 21341, 17305, 21435, 21713. Pero en realidad son sólo trenes, máquinas de precisión. Coinciden unos minutos en la estación de Alcalá cada día laborable. Miras sin mirar hacia ese punto vacío que los madrugadores encontramos en el aire aun sin proponérnoslo, y no ves cómo embarcan las bolsas con dinamita y tornillería. No lo ves porque vivir con miedo es una enfermedad y no quieres caer en esa trampa.
Entonces, entre las 7.39 y las 7.42, el lobo abre las fauces, y en una dentellada de tres minutos se los lleva a todos hacia un sótano vacío. A Sandra Iglesias (28), que ya tenía piso; a Sonia (25), que sabía bailar jazz; a Nieves García (46), que le cortaba el pelo a su marido; a la colombiana Gloria Inés Bedoya (40), que cocinaba como nadie el sancocho criollo; a David Vilela (23), que trabaja en el lugar más noble, una biblioteca; a Laura Laforga (28), que enseñaba español a hijos de inmigrantes chinos y rumanos; al sindicalista Francisco Javier Rodríguez (52), que acompaña a diario a su hijo Jorge (22) para ganar un tiempo extra de intimidad; a Donino Simón (45) y su esposa Cristina López (43); a Anabel Isabel Gil (29), embarazada de siete meses, y al niño que llevaba dentro, que ya tenía nombre: Samuel; a Carlos Tortosa (31), que iba a transbordar al AVE en Atocha; al marroquí Osama el Amrati (24), que ayer dibujó en una pared el nombre de su novia española, Bea; al polaco Wieslaw Garzca (34) y a su hijita, el bebé de los ojos azules.
Y ahora descubres, saliendo del ensueño de tripas de hierro, que la grabación del teléfono al que llamas (“ahora no estamos en casa, puedes dejar un mensaje y nos pondremos en contacto contigo”) es la voz de un muerto, alguien que, como tú, viajaba en el tren de todos.
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