Dicen que nunca ha comprado una cámara.
Las toma prestadas, se las regalan.
Las rapta, las anuda, las utiliza como esclavas.
Daido Moriyama (Ikeda-Osaka, Japón, 1938) es un criminal. Tiene mirada de criminal y actitudes de criminal.
«Cuando voy a la ciudad no tengo planes. Camino por una calle, tuerzo en una esquina, en otra, en otra más… Soy como un perro. Decido mi camino por el olor».
Así hablan los criminales. A cuatro patas.
Merodea. Podría entrar en tu casa mientras duermes, violar el orden de tus objetos, la sagrada y endeble disposición de tu normalidad.
Podría retratarte, desposeerte -la forma criminal de la pertenencia-.
Sólo al despertar notarías el quebranto, el rastro del perro, la baba del diablo sobre el cubrecama de la vida que creías armónica.
Moriyama es dios. Daría un ojo por la mitad de su talento. Sus fotos son tan brutas como una alambrada, tan serenas como la mirada abierta de un cadáver.
¿Belleza? Claro, mucha: la tenaza urbana, el mundo bajo un film de grasa, ajeno, arrugado en el marasmo, sin socorro, en estado de permanente resaca, con el olor a entrañas de la piel de asfalto. Mirada de perro.
Moriyama ocupa los bancos infantiles, es perverso al modo cándido de los gendarmes: le pagan para ayudarte pero lleva encima armamento suficiente para freirte. Es la luz y el relámpago, ilumina y quema.
«Si un fotógrafo intenta incorporarse felizmente al mundo usando la perspectiva tradicional con la cámara, terminará cayendo en el agujero de la idea que ha excavado por sí mismo. La fotografía es un medio que sólo existe fijando momentáneamente el descubrimiento y la cognición que se encuentran en el imparable mundo exterior», dice el perro.
Hace fotos agónicas con maneras agónicas. Calculan que ha positivado más de 10.000 desde que empezó como freelancer, en 1964. No deja de vagar. Si eres carnívoro debes utilizar los colmillos.
Mira a través de los ojos del cuerpo, es secreto, no ves cómo llega, pinta el día de negro con el blanco de la noche, se guía por un instinto tan impredecible como un motín de hambrientos.
Los críticos sostienen que en la obra de Moriyama hay náusea y vértigo. Uno de sus muchos álbumes se titula Hunter of Light (Cazador de luz), otro Farewell Photography (Fotografía del adiós). Desde hace casi veinte años ha prescindido del capricho semántico de los nombres y los bautiza como una creciente y monótona letanía Record Nº 1, Record Nº 2… Va por el Record Nº 12.
Record significa grabar, anotar, registrar. Es un verbo mecánico porque el perro es un autómata.
En este vídeo Moriyama explica cómo funcionan los circuitos, cómo el perro asiste al espectáculo del mundo con ojos necios…
El sistema óptico, las transmisiones, el procesador, todo averiado. Echarse a andar y esperar. ¿Esperar qué? Que el mundo avance, sólo que avance. No resta una esperanza distinta.
Errabundo, lamiendo la sangre al atardecer, levantando actas inútiles, Moriyama mide, registra los altares absurdos en los que escenificamos la comedia desventurada que llamamos vida.
El fotógrafo japonés es el último agrimensor. Lleva encima una cámara compacta prestada, las retinas amargas de un perro. Protégete.
Aun recuerdo la imagen del vaso con dos dedos into y la sensación esponjosa de los haluros de plata. Difícil sería acompañar su tormento, creo yo.
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