El cine porno ha sido expulsado del reino diáfano y bobalicón de lo correcto. Casi nadie tiene la valentía o la sinceridad de salir en su defensa. El ardor del pasado parece no ya de otro tiempo, sino de otro mundo. Ha sido barrida del escenario la fascinación intelectual de los años setenta, con el escritor Norman Mailer declarando que «hay algo emocionante en las películas pornográficas», la intelligentsia acudiendo en masa a las sesiones de las salas equis —permitidas en España a partir de 1982, pero legales en muchos otros países desde una década antes— y la sensación de que las películas de sexo explícito eran chic e ¡incluso podían tener un acabado artístico! (supongo que eso creíamos pensar o formulábamos como excusa, pero también me gustan los pretextos low-fi de aquellos años).
Desde el momento en que el cine dejó de ser un negocio para adultos y se convirtió en un producto dirigido al potentísimo mercado adolescente —el punto de inflexión es la primera entrega de la saga Star Wars (1975), el primer megataquillazo planetario que consideraba al espectador un niño eterno, imponiendo un paradigma que se mantiene y crece por momentos—, el cine porno quedó enterrado en los sótanos de la privacidad. Aunque no ha dejado de crecer en términos económicos —se calcula que factura, sólo en los EE UU, de 10 a 13.000 millones de dólares al año—, ahora es un placer más o menos solitario que se consume mediante la conexión a Internet o en las habitaciones de hotel, donde dos terceras partes de las emisiones de canales pay-per-view que ven los clientes son para adultos, según una encuesta de hace pocos años.
Antes de la llegada unificadora del vídeo y la epidemia del sida —que se llevó por delante a unas cuantas estrellas del género, entre ellas el actor John Holmes, un símbolo al que la cinta métrica adjudicaba 34 centímetros de pene—, el cine porno de los años setenta era divertido, inocente dentro de su aparente suciedad —sexual pero casi educativo, sin los afanes freak de los vídeos depravados del todo vale que llegarían más tarde— y se atrevía a ser libre e experimental (Behind the Green Door, de 1972, se presentaba, y había cierta verdad, como una película «bergmaniana«.
El libro Sexy Times, de la editorial Fantagraphics, condensa una antología de pósters de aquella época de aventura, música disco, vida sin complejos y un cierto candor trágico, porque la gente del cine porno, como retrata con aire naturalista y casi documental la gran película Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997), parecía llevar encima el peso de una sombra: se sabían reyes y reinas de un mundo de cristal que se quebraría en cualquier momento.
La cartelería que aparece en el libro, de la que inserto una selección en esta entrada, tiene el regusto casi candoroso de aquel tiempo blanco del que me confieso enamorado. Si alguien quiere hacerme feliz, lo logrará si me envía una copia de Librianna, Bitch of the Black Sea (Libriana, la perra del Mar Negro, 1979), que se vendía como la primera película porno rodada en la URSS.