Cuando firmó este autorretrato parecía imperturbable. Muestra unas manos desproporcionadas, viste un pullover cuyo estampado quizá sea una insinuación de la bisexualidad, el hedonismo y la práctica artística, pero también podría apuntar a un ánimo endeble o al menos quebradizo, oculto bajo la apariencia de seguridad.
Chistopher Kit Wood tenía en el momento en que posa para sí mismo 26 años. Le restaban tres de vida: a los 29, en las primeras horas de la madugada del 21 de agosto de 1930, se tiró a las vías del tren frente al Atlantic Coast Express al paso del convoy por la estación de Salisbury. El suicidio fue un éxito.
Carismático, dulce, encantador, con dotes de conquistador y mucha pericia social, Wood era uno de los artistas ingleses con más proyección de su tiempo. Había viajado a París invitado por el mecenas y coleccionista Alphonse Kahn, amigo íntimo de Proust y dueño de opiniones que nadie contradecía.
Gracias a la intervención del patrocinador, se matriculó en la Académie Julian y fue introducido en otros círculos exclusivos. Picasso y Cocteau alabaron sus cuadros. Al diplomático chileno Antonio de Gandarillas, homosexual aunque casado para mantener las apariencias y cuarenta años mayor que el joven inglés, le importó poco la aptitud artística, se quedó en el encanto externo y convirtió a Kit en su amante.
Wood empezó siendo un primitivista por la impresión que le había causado conocer a Alfred Wallis (1855-1942), antes pescador y marinero que artista, antes furioso que reposado, pero nunca siguió la senda africanista u oceánica de los más conocidos miembros del subgénero que proponía el retorno a lo salvaje.
El joven pintor, nacido en Liverpool, nunca hubiera sido capaz, como Gauguin, de largarse dando un portazo a los Mares del Sur. Acaso sabía que no hay paraísos en la tierra y prefirió cultivar la diletancia y el elegante equilibrio entre la inocencia y la sofisticación.
Su agitada vida sexual —con algún episodio incestuoso con sus hermanos— y la temprana adicción a los paraísos causados por la inhalación fumada de opio —fue iniciado en el vicio del sueño blando por Cocteau— fueron los destinos favoritos de sus viajes. Le gustaba la extravagancia y, durante los agitados años veinte, parecía normal cultivarla.
Antes de saltar al encuentro fatal del tren expreso que le destrozó el cuerpo —pese a los testigos presenciales del suicidio se dictó un auto policial calificando la muerte de «accidental» para no turbar aún más a la madre del artista—, Wood había pintado óleos extraños que parecían contener símbolos agoreros: un hombre amarillo ronda a la búsqueda de víctimas y la figura del paracaidista es mínima y carente de vida, como un colgajo.
El cambio de estilo hacia un surrealismo tan lóbrego, han indicado los críticos, podría justificar la conjetura de que Wood estaba siendo chantajeado por alguien que amenazaba con revelar los hábitos sexuales —la homosexualidad era un delito penado con prisión en el Reino Unido— y la adicción al opio, pero nunca se han encontrado pruebas que corroboren la hipotesis.
La obra de Wood ha sido redescubierta en años recientes y está a punto de celebrarse, del 2 de julio al 2 de octubre, una gran retrospectiva con 80 cuadros en la Pallant House Gallery. Los organizadores dicen que el magnético y angustiado pintor es un eslabón perdido entre el arte representacional de los eduardianos y la abstracción de los años treinta.