Colecciono muertos. Lo hago desde hace años.
En la era pre-digital, recortaba los obituarios del diario y los encerraba en un disco o un libro del fallecido.
Con el tiempo, cuando abría el libro o la música de un muerto, su esquela caía al suelo, planeando como un gran confeti de luto.
Ahora reuno los obituarios en mi cuenta de Delicious. Me gustan los clásicos del New York Times, elegantes, bien planchados, sin aristas, pero justos, ajenos al panegírico y el lagrimón. No creo que los ataudes sean salvoconductos. La muerte no lava los pecados cometidos en vida.
Confieso que no me afectaron casi nada algunas grandes pérdidas de 2010. Miguel Delibes me parecía tan seco como su tierra y los galgos que la recorren, José Saramago tan intransigente como Stalin y Luis García Berlanga tan chapucero como España.
Me hicieron daño las muertes de Teddy Pendergrass, Bobby Charles, Tomás Eloy Martínez, Doug Fieder, Jim Marshall, David Mills, Malcolm McLaren, Guru, Allan Sillitoe, Dennis Hopper, Peter Orlovsky, Sigmar Polke, Sugar Minott, Ari Up, Gregory Isaacs y Mario Pacheco.
Cursaron herida las de Charlie Gillett, Tuli Kupferberg y Lhasa de Sela.
Derivan en tumor las de Mark Linkous y Alex Chilton.
Nunca me curaré de la ausencia de Solomon Burke y Captain Beefheart (Don Van Vliet).
Mi cementerio empieza a estar tan poblado como despoblada mi casa.