«La Capitana»

12/06/2013
Foto: Colita

Foto: Colita

Logró que Charlie Chaplin llorase, que Greta Garbo se quedase sin palabras («es… el arte», dijo apenas) y que el presidente más carismático de los EE UU, Franklin Delano Roosevelt, la invitara a actuar en la Casa Blanca. Como la bailaora se había negado a cobrar, el mandatario le regaló tras el fuego encendido de la sesión una chaquetilla de corte bolero con incrustaciones de oro y brillantes. Carmen Amaya pidió allí mismo unas tijeras y lo despedazó en treinta jirones: uno para cada músico, palmero, cantaor y bailarín de su compañía. Una drástica lección aplicada de democracia igualitaria.

La bailaora más deslumbrante de la historia —eso opinan los expertos— murió hace 50 años (el día exacto se conmemora el 19 de noviembre) en Begur, el pueblo de Girona en el que había buscado refugio cuando la salud empezó a faltarle y el cansancio ya era mucho. Tenía 46 años, había empezado a taconear a los seis sobre el barro de las callejas y la arena de la playa y dejado España al estallar la Guerra Civil para convertirse en una superestrella que fue ninguneada en su país, donde el poder y la crítica servicial nunca le perdonaron la huida, la fama mundial y la profundidad de su sentir gitano —un vademeco sobre baile español de 1944 la despachaba con estulticia: «Carmencita Amaya, actualmente en Norteamérica, convertida en millonaria»—.

La editorial Libros del Silencio edita ahora una versión ampliada de Carmen Amaya 1963. Taranta. Agosto. Luto. Ausencia, un volumen que quiere ser «un homenaje tan necesario como sentido» y una pieza clave «en el rescate de una artista superdotada, que nunca debería haber dejado de recibir la atención que ahora recupera». La obra, con textos de Ana María Moix, es también una crónica visual de la bailaora y reúne las fotos que le hicieron los reporteros Colita y Julio Ubiña, que también pueden verse, hasta el 7 de julio, en la exposición Carmen Amaya 1963. Fotografies de Colita i Julio Ubiña que acoge el Palau de la Virreina de Barcelona.

El libro, que reproduce, con importantes modificaciones, la edición original de 1999, reeditada en 2004 —ambas fuera de catálogo y prácticamente inencontrables—, añade un texto nuevo de Moix, El Marlboro de la Capitana, que funciona como relato sugestivo y biográfico que prologa las magnéticas y clásicas fotos de Colita y Ubiña, las de la primera dedicadas a los últimos meses de vida de Amaya, que había regresado a España para participar en la película Los tarantos (Francisco Rovira Beleta, 1963), y las del segundo, sobre la muerte y entierro de la bailaora. Los negativos originales de las fotos han sido mejorados en tono y contraste.

Nacida en una barraca del Somorrostro, uno de los barrios más miserables de la Barcelona, en el clan gitano al que pertenecía la tía Juana, La Faraona, que tuvo notoriedad como bailaora a  principios del siglo XX, Carmen recibió de niña el apodo de La Capitana, que le pusieron los hermanos por los modales fogosos de una chiquilla tan pequeña como mandona. Aunque con el tiempo Amaya diría que aprendió a bailar «del movimiento de las olas del mar», imagen que robó de las memorias de Isadora Duncan quizá sin proponérselo y porque era aplicable, la niña, que mantuvo la corta estatura pero no perdió el genio, dió los primeros pasos, sin enseñanza ajena, en la cercana playa de la Barceloneta, utilizada como vertedero por la burguesía de la capital catalana  y como patio de recreo por los críos gitanos del barrio.

Bregada en tablaos patibularios de las zonas más canallas de la ciudad, La Capitana se convirtió, escribe Moix, en una «bailaora atípica», dueña de «una belleza secreta, interior, que se le sale por sus impresionantes ojos y por los poros de la piel con una brutalidad de animal herido. Su cuerpo no es como el de las bailaoras tradicionales, de formas moldeadas y descaradamente femeninas, capaces de convertir su danza en una competición sexual, a muerte, con su pareja de baile. Carmen es estrecha de cuerpo, y, aunque muy femenina en el trato, su estampa es, como su baile, algo masculina. Por eso actúa con pantalón, para exhibir como es debido, y al detalle, su genio inimitable para el zapateado».

Aunque antes de su aventura americana ya había acompañado a figuras como La Niña de los Peines, Juanito Valderrama o Estrellita Castro y había creado, en las semanas previas a la sublevación franquista, compañía de baile propia, Amaya cimentó su leyenda entre 1936 y 1940 en Argentina, Uruguay, Brasil, Colombia, Venezuela y México durante cuatro años de giras agotadoras pero apoteósicas: la sacaban a hombros de los teatros y le pagaban cantidades entonces estrafalarias que la convirtieron en una artista millonaria.

La «fuerza diabólica, la trepidante celeridad de sus pases, de energía surreal y, a la vez, de exactitud inefable» conquistó también a los estadounidenses. A la actuación del 13 de enero de 1942 en el Carnegie Hall de Nueva York asistieron la Garbo, Dolores del Río, Ramón Novarro, Edward G. Robinson, Frank Sinatra y muchas otras celebridades. La bailora y los suyos se hospedaban, como los magnates y las grandes estrellas, en el Waldorf Astoria pero estuvieron a punto de ser expulsados del hotel más chic del mundo porque se habían puesto a asar sardinas en el suelo de una suite.

Se convirtió en la primera artista flamenca de alcance planetario, pero en España la seguían condenando al ostracismo. Cuando volvió para rodar Los tarantos nadie fue a esperarla al aeropuerto del Prat y sólo unos días antes de la muerte, cuando la noticia de su letal enfermedad renal ya había aparecido en los diarios de medio mundo, que habían despachado enviados especiales a la masía de Girona, el Gobierno de Franco envió a un representante con una distinción honorífica que acrecentaba el insulto de un ostracismo que había durado casi treinta años.

Silenciosa y callada excepto con los niños y los animales, a la bailaora le importaba poco el dinero: en una peletería de Buenos Aires se encaprichó de un costosísimo abrigo de piel. «Manden trece iguales a mi hotel», ordenó al firmar el cheque con el que pagaba una prenda para cada una de sus bailarinas acompañantes. Unos años más tarde, cuando murió tras haber facturado millones, estaba en la bancarrota, pero había pagado lujos y whisky a los muchos que la rodeaban.

Una tragedia sin nombre, apunta la biografía, se escondía en su pecho. En la masía, durante los últimos meses de vida, fumaba cuatro cajetillas de Marlboro al día y solo comía patatas cocidas. Mientras centenares de personas la enterraban con un sudario blanco y un rosario entre las manos, los gitanos de las chabolas cercanas asaltaron la masía y se lo llevaron todo.

«Algún plato medio roto, vasitos de vino, una sábana, el colchón donde había expirado, botellas vacías, ceniceros rotos, escudillas, cualquier cosa… Se habló de bandidaje, de robo, de despojo. Grave error: los gitanos cumplieron con su rito religioso, fueron en busca de las huellas reales del paso de su capitana por este mundo, se llevaron lo que encontraron: objetos sin valor, como reliquias de quien, para ellos, había sido la más grande representante de su arte, de su sentir la vida como un hondo dolor que arrastraban desde tiempos ancestrales. Eran su pueblo, y su pueblo luchaba por hacerse con algún recuerdo de su reina», escribe Moix, que concluye la narración con la imagen turbadora y bellísima de un chiquillo negruzco y sucio que escondía fervorosamente entre la piel y la chaquetilla un paquete de tabaco vacío y arrugado mientras gritaba: «¡Lo tengo, lo tengo! ¡Tengo el Marlboro de La Capitana.

Foto: Julio Ubiña

Foto: Julio Ubiña

[Escrito para Artrend – 20 minutos]

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One Response to «La Capitana»

  1. Vecinos | joseangelgonzalez.com on 12/06/2013 at 00:39

    […] de leer Carmen Amaya 1963. Taranta. Agosto. Luto. Ausencia y escribir una reseña, seguramente pobre, sobre La […]

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