Las estaciones de tren,
amplias como templos, sin artificios: todos parten, todos llegan; los hoteles: te hospedan, nadie pregunta el objeto de la estancia ; el acompañamiento de las olas, percusivas; remontar la refriega de los árboles; retrocer el saldo, eliminar el apunte contable; ser el fuego y el condenado; entender de oscuridad y luz, como un maestro gótico; divinizar el silencio; contratar una tarifa plana de vida en calcetines, rascar el suelo con los pies; ocultarme para no temer, revelándome en el ocultamiento; habitar de nuevo en busca del amanecer; dieta única: té; acompañarte de puntillas; vivirte en la intuición; desterrar las despedidas y desterrar la demencia periodística, dejar de narrar para volver a cavar; decir, con plena trascendencia, con luminoso convencimiento: estoy…
Añoro la vida como un hotel,
sin reserva; tus brazos como un destierro, sin cédulas; el cielo como un infierno, sin hilo; la noche infinita de cada noche, sin tranvías; las esquinas de casa, sin luz; las horas muertas, sin tiempo; al abismo de los suspiros, sin clavos…
Viajar en la sombra sesgada
de un aeroplano; en la verbena de un niño: la ciencia exacta de una siesta; quedarme a mitad del camino, interrumpiendo, esperando colisión; con el sabor de fuego en la boca y el sueño en mis cejas; entre las mariposas indóciles del vértigo y el café amargo que tuerce mis sistemas; consultando el porvenir posible en mapas y libros inútiles; cultivando la exageración de abril, la humildad de marzo y los trayectos pendientes; con la banda sonora de los pantalones-campana y la hambruna de tu nombre; reconfortado por la desnudez de los alicatados sanitarios, la red del sueño, el timbre de la espera; cada cabello despeinado; los filamentos de la voz agotada; enfrentado a la faz desencajada de la noche, en plazas públicas sin nombre, con operarios cambiando farolas, con escalones pensados para nosotros, reyes tardíos, pobladores únicos de las aduanas del tiempo, titulares de tickets de viaje como salvoconductos, de arañazos como rúbricas…
Mis cabotajes improbables.
Europa ya no es el centro del mundo. Ni siquiera en los mapas.
‘probably taking it too literal (or a total misread)………i don’t like hotels. Not enough memory of the self on objects. Not enough dead skin cells on the sheets. Not enough strings of hair on the floor. No time for a favorite chair. No time to sit down and see myself dying a little every day.
you understood ok… your reasons for avoid hotels are the same as mine in favor of them: i don’t have «time to sit down and see myself dying a little every day»…
what’s a hotel? the sky wide open? a room full of mirrors? my broken couch? the green green grass of home? the hidden corner where the Olivetti is?
Para aquellos a los que nos gusta dejarnos llevar, el pensamiento a la deriva siempre, los hoteles (aparte muchas otras cosas) son los únicos lugares donde es posible resucitar. Yo siempre encuentro paz en ellos, el único vínculo con mi vida fuera de ellos son los libros que me llevo y que elijo muy cuidadosamente. Así cuando resucito lo hago en la mejor compañía. Y cuando todo vuelva a empezar, cambiar de hotel y de libros…
Pero lo que me gustaría de verdad es viajar en esa sombra sesgada del aeroplano.
He dado vueltas a la idea de trazar un inventario de todos mis hoteles: desde los grandiosos (el Britania de Lisboa, el Nacional de La Habana), hasta los menos floridos (aquella pensión en Don Benito, el hotel de Katmandú)… De cada uno hay algo que, creo, debo contar. Es un manido tema, lo sé, pero tienes razón cuando los retratas como lugares de resurrección.