El bosque donde Laura Palmer, atada a una silla y con los ojos vendados, se entrega a la religión de Bob, el parásito sonriente de quien solamente pueden tener una visión los benditos o los condenados.
Bob is Bob
Eager for fun
He wears a smile
Everybody run
Laura, envuelta en plástico, sosteniendo en las manos el semen de Bob como una cliente del Ejército de Salvación o una de esas bellísimas Don Nadie que esperan en la unidad de salud mental de la sanidad pública a la que deberé acudir otra vez un día de estos.
Allí tres de cada cinco Don Nadie usan gafas de monturas caducas y cristales tan enormes como sucios. ¿Para qué limpiar si no quieres ver?
Dos de cada cinco miran al suelo y salen una y otra vez al patio interior donde, contra toda norma, puedes fumar apoyado en las paredes alicatadas con azulejos o sentado en los quicios de tres puertas cegadas.
Uno de cada cinco lleva los cordones de los zapatos desatados.
Uno de cada cinco habla solo o quizá con alguien solamente visible para sí mismo.
Quizá con Bob y otros moradores de los bosques.
Uno dice:
Es la primera vez que ayudo a vestir a un muerto.
Otro:
No quiero croquetas, mamá.
Otro:
Ningún sueño es seguro.
Tampoco los bosques lo son pero vamos hacia ellos y, gracias a dios, nos separamos del mundo.