Aunque estoy bastante seguro de que Bob Mazzer no ha leído el opúsculo La teoría de la deriva (1958), en el que Guy Debord propuso el «dejarse llevar» por el área urbana entendida como «terreno pasional», la foto de arriba, ese hombre subido a una escalera en los intestinos urbanos y con la cabeza sustiuida por un mecanismo relojero, podría ilustrar ambas citas con propiedad. Parece, en fin, que el sujeto es el centro giratorio de varias placas psicogeográficas.
Tampoco creo que Mazzer, un londinense de 65 años sin pasión por la posteridad, haya leído una frase de Karl Marx que podría ser tomada como un pie de foto común para todas sus imágenes: «Los hombres no pueden ver a su alrededor más que su rostro; todo les habla de sí mismos. Hasta su paisaje está animado».
Durante 40 años demostró que están equivocados quienes opinan que la fotografía conlleva un perseverante cambio de escenario. El suyo se limitaba al trayecto de ida y vuelta de metro entre Whitechapel, en el East End de la capital inglesa, zona en la que vive, y King’s Cross, en el centro, donde trabajaba —se ha jubilado hace poco— como proyeccionista en una sala de cine porno. La deriva de Mazzer era modesta: entre 13 y 20 minutos en cada dirección según el journey planner oficial del Tube de Londres.
Las fotos que Mazzer hizo a diario en el subsuelo de la ciudad, las estaciones que lo puntean y los convoyes que las unen son un tratado de veracidad, buen humor, mañas cinegéticas y esplendor humano.
Donde otros elaborarían un incordiante tratado sobre formas de aislamiento, modales de socialización, errancia subterránea o incluso radiografía humana, el proyeccionista de porno y fotógrafo de commute (ese término inglés que tiene un fondo de orgullo de clase para el que han acuñado la insulsa palabra española movilidad), se limita a asombrarse del gran número de fotos que ha tomado.
«No piensas que estás metido en un proyecto, pero un día te das cuenta de que hay una docena de imágenes conectadas y dices: vaya, tal vez aquí haya algo«, explica con llaneza en una entrevista en el Daily Mail.
Ahora, convencido de que acumuló muchos más que un gran número de negativos, va a exponer por primera vez en una galería y está dándo vueltas a la posibilidad de editar un libro.
Aunque hacía fotos desde niño —sus padres le regalaron la primera cámara, una Ilford Sporti, a los 13 años como regalo de bar mitzvah—, Mazzer creció siguiendo las únicas lecciones necesarias para ser fotógrafo: llevar la cámara siempre encima, mirar con ansia y no dejar de disparar. Cuando empezó a trabajar ahorró hasta poder comprar la Leica M4 fiel y luminosa que nunca le falló.
La naturalidad casual con que hacía frente al registro de los viajes en metro —desmanes, restos de victorias y derrotas, galas de borrachos, hazañas de gandules y escenas de rara ternura que emergen de los escombros del día— se traslada necesariamente a las fotografías, libro de apuntes de la vida subterránea y nocturna de Londres desde los años setenta.
«A diario viajaba a King’s Cross y regresaba. Volvía de noche, bastante tarde y aquello era como una fiesta. Sentía que el metro era mío y que estaba allí para hacer fotos», explica como si tal cosa el proyeccionista de cine pono que se convertía en fotógrafo entre dos estaciones de metro.