En silencio: demasiadas fricativas postalveolares, géneros y formas idiosincráticas de plural para hacerme entender.
Nada sé decir en Berlín, nada entiendo.
Las calles están sucias, con una (nada desagradable) textura pegajosa que viene bien a mi alma mareada y necesitada de amarre.
Vivimos en subarriendo desde que llegamos: primero en Kreuzberg y más tarde en Neuköln, hot spots del moderneo hipster y el expresso macchiato. Hace dos días nos anunciaron —una empresa de gestión de fincas: no hay modo de conseguir contacto presencial con los caseros en esta tierra de burocracia espesa— que somos los elegidos para vivir como inquilinos en un apartamento pequeño pero hermoso en una zona menos contaminada por la moda y sus vanidades.
Estamos contentos y con la sensación de haber ganado un premio de lotería. Nos han ayudado más allá de los límites de la solidaridad y el acogimiento algunas personas —S., M., F., y, a la cabeza de la tribu, la dulce M., de quien fui jefe, en otro siglo (textualmente), cuando ella era una pilluela que hacía prácticas en la redacción de un diario de provincias que había tenido la osadía de confiar en mis dotes de mando—.
Desde hace unos días padezco de un sueño recurrente que me acompaña en estado de vigilia y nació a partir de la frase de una novela: veo la entrada a un valle que conozco o creo conocer, una puerta a un lugar que podría ser sagrado o simplemente impetuoso. Me esfuerzo en localizar la visión, que voy dibujando en el lienzo bastante opaco de mis recuerdos: una carretera sinuosa, árboles otoñales, ninguna construcción humana a la vista…
Quizá sea buena empresa para esta vita nuova completar el cuadro. Por ahora he sacado poco la cámara a la calle. Lo haré con más frecuencia.
Lo de no saber decir y no entender a veces es un bálsamo. Las fotos son preciosas, Jose.
Muchas gracias, David.
Las facetas del Edén…
Dios te oiga.