Scheiße, letrinas, perros

20/09/2015

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Recibí la contraseña nada más llegar a Berlín. No se trata de una clave secreta. Al contrario: es un password circunscrito a los límites de la ciudad-estado, un santo y seña comunal. Quizá no sea necesaria otra exclamación de individualidad para sobrevivir al asedio de la angustia diaria: Scheiße. Mierda.

En Berlín cobran por entrar en las letrinas. Para circular sin apreturas por la ciudad es necesario adapatarse y trazar un mapa mental de los lugares donde sale gratis el natural, aunque a veces insensato, encuentro entre las vísceras y las porcelanas. Halls de hoteles, recintos universitarios, algunos museos… pueden servir para salir del apuro. [Apunto sin ánimo dinerario una posible startup para una aplicación que sistematice los lugares de amparo para aquellos que ya no saben vivir, ni hablar, ni cagar siquiera sin un smartphone].

En los bares, aunque seas cliente, sale a tu encuentro una señora con bata blanca y armada, el gesto de la dama indica que no se trata de un producto de aseo sino también de un arma de asalto, con una botella de Klorix que reclama 50 céntimos por dejarte soltar unas gotas. En el metro, los WC Center —denominación que se me antoja deliciosa en su socializante e igualitario bosquejo— tienen tornos y debes pagar un euro antes del franqueo —la moneda no evita el encuentro con Frau Klorix—. Debes agradecer a los dioses frisios que no exijan el trámite previo de un protokoll por cuadriplicado y con pregunta sobre la religión que practicas.

Los berlineses gustan de decir Scheiße con un espíritu que entiendo más pertinente que la poesía de Hölderlin o Trakl, a quien nadie en la ciudad parece conocer —sigo en la búsqueda—. Son poetas acaso demasiado sensibleros para formar parte de la tropa ideológica de los nativos que dicen Scheiße y renacen. Envidio la simplicidad aérea de ese mantra.

Es necesario reconocer que las letrinas están limpias en la mayor parte de los casos —Klorix manda— y cumplen otra singularidad local: tienden a considerar que tienes tanto derecho a ejercer la zoquetería o la credulidad como a ser luterano. En tanto no leí el «agua no potable», que advierte, con dos sonoras exclamaciones, el cartel sobre los urinarios, estuve a punto de mear y abrevar al mismo tiempo con la manguerita prusiana que nace de la cañería no menos histórica y descansa sobre una de las instalaciones.

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La segunda nota distintiva de la ciudad es el perrismo, el subgénero más visible del animalismo, rasgo en alza que define a la burguesía occidental capaz de montar una toma de la Bastilla por la suerte de una lagartija.

El perro berlinés sirve a buena parte de los vecinos con chucho como instrumento vehicular de la Scheiße, lo cual añade un trasunto epistemológico al spleen de berlinés + perro = mierda segura.

Dada la carencia de papeleras, el funesto servicio de limpieza de una ciudad en bancarrota y la propensión colectiva al muy poco frisio espíritu del ya que ellos no limpian para qué voy a ser aseado yo, las aceras de la ciudad son un museo de excrementos cánidos.

Frente a mi casa fui testigo del ejemplo palmario: hombre con perro (sin correa, por supuesto), perro que caga, hombre que da una patada a las boñigas y las poner a rodar adoquines adelante, acera marcada con Scheiße. Una bandera (de mierda) que envidio por su simple honestidad en estos momentos de complejidades nacionales.

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