Cuando le anunciaron la muerte, Beny Moré quiso alargar la vida.
Su anhelo era improbable y él, de cuyas hazañas como tarambana sabían en todas las madrigueras de ron y encajes de América, era el primero en reconocerlo.
Como no podía beber, se consolaba frotándose las manos con ron y aspirando aquel aroma de borrachera. También era incapaz de fumar marihuana: le ahogaba una quemazón de agua hirviente en los pulmones.
Tenía 44 años y estaba a punto de morir.
Tocaba la guitarra y susurraba a sus hijos las canciones que había cantado en San Sebastián de Las Lajas cuando era un niño y le contrataban para dar serenatas.
— Tuve demasiado para saber cómo administrarlo, decía.
Con los pocos dineros sobrantes de su reinado, había comprado la pequeña casa en el suburbio de La Habana: una construcción de planta baja con herrajes pintados de rosa en las ventanas, una huerta con plataneros en la trasera y un salón esquinado en el que destacaba, como un altar ceremonial, el mueble bar forrado de plástico oscuro.
Encontramos el lugar preguntando mucho, tras perdernos en las espirales de La Víbora y El Cerro, esos barrios con nombre de bolero donde las calles parecen invitarte a la inmovilidad.
Después de mucho camino, en una capilla pentecostalista una anciana negra, fumando un purito liado a mano, dijo saber la ubicación de “la casa de Bartolo” y se ofreció a acompañarnos.
Nos recibieron dos de sus hijos pero ya no recuerdo sus nombres: aquellos meses cubanos se han transformado en un sueño de opio: el hombre tenía el mismo porte desenvuelto del padre, la mujer miraba callada y con ojos de color Caribe.
Se extrañaron de la visita, no entendían el motivo
— Papá cantaba, como hacían tantos otros.
Todavía Europa no había descubierto, gracias al californiano Ry Cooder, los tesoros musicales de Cuba y Beny Moré sólo era un apunte en algunos libros, una canción en banales colecciones de merengues.
Los hijos del Bárbaro del Ritmo tampoco sabían de los capítulos dedicados a Beny en Tres tristes tigres, la novela de Cabrera Infante prohibida por el castrismo de la cual yo había llevado un ejemplar, con la única intención de que me sirviese de guía para rebuscar entre las ruinas.
En La Habana soplaba un viento casi huracanado, la tarde era sombría.
Nos mostraron fotos: Beny con mujeres, Beny con sombrero alón, Beny con Pérez Prado, Beny en Nueva York con Dizzy Gillespie, Beny tocando la guitarra, Beny con el Trío Matamoros, Beny con más mujeres, Beny enterrado en La Habana, en febrero de 1963, en medio de un gentío…
Beny, un gallo de muchos corrales.
En la parcelita del patio bebimos cerveza mientras comenzaba un chaparrón.
— Mi papá tenía una cochinita a la que llamaba Celia Cruz; un día, con los amigos, decidieron hacer un asado y se comieron a la pobre Celia Cruz.
Salí a la calle mientras los demás grababan en vídeo las fotos para el documental.
Los niños jugaban, como en el resto del mundo.