Mi madre estrena un bastón. La cadera y la rodilla derecha, carcomidas por la osteoartritis, no la dejan en paz. Los médicos han hablado de operar, pero no consideran que sea todavía el momento. Ella, además, no quiere pensar en quirófanos. Tiene 85 años y el miedo es proporcional a la edad.
No he visto a mi madre con el bastón, del que sólo me habló por teléfono, hace unos días.
— Es pequeñito, manejable…, dijo.
Mi madre suele terminar las frases con puntos suspensivos. Es complicado conseguir que los rellene.
Hasta que perdió la casa de la aldea hace casi tres años por una tropelía bancaria, mi madre salía a caminar. Cuando aún no había amanecido se echaba corredoira adelante y recorría a paso vivo cuatro kilómetros, calzando unas deportivas que le amortiguaban el dolor de los juanetes, otros huesos deformados que nunca quiso someter al trance de la cirugía.
Cuando regresaba a la que casa que perdimos (perdimos, yo también fui víctima), preparaba café a la manera criolla que había cultivado en su Venezuela del alma. Galicia siempre le pareció un lugar triste: querido pero demasiado gris.
Fue maestra rural, institutriz de hijas de oligarcas, de nuevo maestra, voluntaria de Cáritas, primera voz del coro parroquial, tutora de alfabetización de adultos y, se me debe permitir el lugar común, la cocinera más mañosa del mundo.
La recuerdo bailando boleros en noches tropicales de whisky y tabaco, tallando caligrafías inglesas de minuciosa precisión, leyendo los libros que tomaba prestados de mi cuarto, tarareando —para pasmo de mi padre— los discos de los Beatles que yo hacía sonar a demasiado volumen en el pick-up…
No la imagino tanteando el empedrado de Pontevedra, el frío enlosado de la residencia, el pasillo de la capilla donde dirige el rezo diario del rosario…
Me falta por escuchar la canción del bastón.
[…] de hablar, como cada día, con mi madre. La residencia (pública y cada vez peor atendida) está atrancada a visitas […]