El hombre. Aquí está. Oficial trasladado al norte un año después del final de la guerra. Todas las heridas curadas, pero el dolor tras las ojos no le permite descansar.
Despierta como si llevase toda la vida sin dormir. Los médicos confían en los beneficios de un cambio de destino. También prescriben varias clases de píldoras.
Tiempo sin alegría, discreto. El tren solamente circula en convoyes militarizados y tardos que se detienen durante horas e incluso días. Cien kilómetros por encima de la capital el territorio no está pacificado. Bengalas verdes y estampidos de morteros parten la noche en dos mitades.
Hordas silvestres, dice alguien.
Simples necios, dice otro.
Una de aquellas nerviosas esperas. El hombre quiere pasear por el yermo. Le recomiendan que vista de civil. Que no se aleje del apeadero donde acampan.
Pide a los cocineros una ración de comida y agua y desciende entre cuatro casas de ladrillo sin pintar. En la ladera quemada todavía apesta a ácido. El crujir de los tamojos y los espinos resecos. El sol es un alfiler. El hombre bebe y escupe.
Le llaman desde arriba. Disparan para hacerse sentir. Otra vez. Otra más. Percutir de armas ligeras. El hombre se esconde tras una roca que pinta borrones de cal en la casaca azul. Deja que pasen las horas, temblando. Arriba, los demás chillan hasta que la luna refresca la noche con un mutismo de ceremonia.
Una costra de luz le acompaña en el escabroso ascenso. Los hombros vencidos aún no rayan sombra alguna en el terreno. De los restos quemados del convoy ferroviario remontan cordones de humo sucio que se fusionan con el amanecer.
Encuentra los cuerpos de los soldados del destacamento pelados como fruta. Algunos cuelgan boca abajo de mástiles de acero. No logra reconocer a nadie entre la hogaza de tierra y vísceras divididas.
El hombre rebusca: un arma, una pelliza, alimento. Al cabo de un tiempo decide caminar en sentido opuesto a las huellas de los bárbaros atacantes.
La altiplanicie de una antigua majada, rota por gargantas desiguales y el ardor entusiasta del sol. Lagartijas oscuras mostrándose de cuando en cuando.
Al atardecer bebe por primera vez de la vejiga plástica que le habían asignado el día antes. Moja un pañuelo y se frota los ojos. Las manos con sangre seca de la matanza tiñen el pañuelo húmedo. También la vista queda roja cuando se refresca.
Una concentración de nimbos al oeste anuncia la telaraña de agua que le cae encima al anochecer.
Al segundo día llega al pueblo. Aniquilado como un ánima. Cae y se golpea en la frente. No percibe las manos que se anudan automáticas para alzarle.
La mujer. Aquí está. Soplando alfabetos oxidados sobre la frente del desplomado. Acerca una escudilla con una cocción de raíces. Las puntas de sus cabellos largos también se mojan en la humosa tisana. Lava los ojos emponzoñados del hombre.
La mujer es joven. Nadie ha sabido decirle su lugar de nacimiento pero todos reconocen la extranjería en la callada danza de la mirada.
Desde el sueño de la calentura, el hombre dice:
Al fin conozco tu nombre.
La mujer le amordaza con tiras arrancadas de una gasa para que él no se mutile los dedos a dentelladas. Le traba las manos con nudos atados al cabezal de latón del camastro.
Arrójame, dice él.
Así franquean la primera noche.
El pueblucho es un fangal tras el exceso de lluvia. Tres caseríos al norte, el este y el sur. Una explanada al oeste con toldos impermeabilizados con grasa por los refugiados.
El hombre no despierta cuando despunta. Ladran perros. La mujer permanece en el rincón, alisándose el pelo a golpes de peine.
Entra una cuadrilla de irregulares, mascando todavía el tocino del almuerzo. Las botas callan sobre las tablas por la cantidad de barro. Las pisadas dejan marcas con forma de estrellas reprimidas.
La guerrera es de oficial, dice uno.
Sí, dice otro.
Avisa si despierta, dicen a la mujer antes de salir.
Una hueste de niños grises proclama a gritos la temprana salida del sol. Algunos se acercan a la ventana y apedrean con guijarros al herido.
Sol, sol, dicen unos.
Sol, sol, responden otros.
La mujer no está cansada, pero se desplaza arrastrando los pies. El frotar de las alpargatas de tela negra contra la tierra es lo primero que escucha el hombre cuando despierta.
Examina la techumbre y discierne que está tendido. La mujer se acerca con una jofaina. Pretende lavar los labios secos y la frente que todavía arde.
Desátame, pide él.
Ya libres las manos, se alza hasta quedar sentado.
Nos atacaron los bárbaros, pero no recuerdo cuándo, dice.
Los niños han traído al caudillo del campamento. Gordo y desarreglado, quizá borracho. Aparta a la mujer con un gesto.
¿Eres militar?, pregunta.
El hombre asiente.
¿Dónde está tu gente?
Los mataron.
¿Dónde?
Allá, en las vías, contesta señalando sin certeza un punto y luego otro y otro más.
Se marea y vuelve a tenderse. El caudillo habla ahora a la mujer.
Arréglalo, viene con nosotros.
Disponen los aperos para una docena de caballos y cuatro mulas. Preparan también una parihuela para el hombre. Cada miembro de la partida va armado con un sable. Algunos portan rifles repetidores. Cargan agua y tortas de maíz en las mulas. Las bestias bufan con la polvareda que diluye las siluetas de los niños.
Se acercan a buscar al hombre, pero la mujer tranca la puerta con la mesa. Camina hacia él. Le habla al oído.
Él no entiende. El aturdimiento es mucho.
¿Qué dices?, pregunta.
Ella repite:
Ya te moriste, ya te mataron.
¿Qué?, pregunta otra vez.
Ahora tú eres el bárbaro, dice ella.
Fuera están empezando a cantar la misma canción que cantaban hace tres días, cuando lo desollaron.
Sol, el silencio del sol, dicen los niños.
Alguna vez abordé la pueril pretensión de escribir un relato ‘a la McCarthy’. El resultado, con hedor de copia, ahora que lo releo y pego aquí, tiene también demasiada fascinación por Rulfo. Rezo porque algún día me libre de los fantasmas.
No son malas influencias, la verdad. Rulfo, sí, un poco. Pero tú un mucho, un muchísimo, un todo.
Cómo me gusta leerte pasen los años que pasen.
Gracias. Siempre fuiste una lectora atenta a mis esfuerzos (y una profesora maravillosa).