A los 16 años busca agotar cada variedad de veneno para alcanzar un «largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos». Dice «trabajar para ser el vidente», porque «yo es otro (…) ¡y al carajo los inconscientes que pedantean acerca de lo que ignoran por completo!».
A los 18 se confiesa «maldito» y «hastiado», reniega de la «mala sangre» europea y escribe el único libro que publicó en vida, Una temporada en el infierno, obra alquímica y de una perenne capacidad para producir vértigo: «La desgracia ha sido mi dios. Me he tendido en el fango. Me he secado al aire del crimen».
El poeta borracho, el punk ilustrado, el salvaje niño de pies alados, tenía el carisma hipnótico y rebelde de una estrella del rock.
Su frenético vómito manchó a todos. Sin Arthur Rimbaud (1854-1891) no hubieran sido posibles, al menos tal como los conocemos, el surrealismo, los beats, Jim Morrison y la prole de chamanes aullantes del hipismo, Bob Dylan, Patti Smith, Kurt Cobain, Henry Miller, William Burroughs…
Entre los 14 y los 18 años, le llamaban «el niño sublime». Era caprichoso, iluminado (pintaba «Muera Dios» en las iglesias) y daba sablazos a los amigos con tanta destreza como la que empleaba en la diaria nigromancia poética («registrar lo inefable» para «cambiar la vida»). Todos sucumbían ante sus andrajos, cabellera desquiciada y santidad febril de los ojos azul pálido.
Dijo de sí mismo que sólo tenía un emblema, «la bandera del hombre que sangra». Desde 1875 la desplegó para darle la espalda al niño en llamas y ser, finalmente, otro. Hasta su muerte -a los 37 años, con un cáncer de huesos agravado por una mal curada sífilis- no volvió a escribir literatura («soy mayor para eso»). Quizá ya la había escrito toda. Quizá dolía demasiado.
Ahora tenemos la oportunidad de leer en castellano el único género que cultivó Rimbaud tras escapar de sí mismo, el epistolar. Todas las cartas conocidas escritas por el poeta son el debut de la editorial Barril & Barral (Prometo ser bueno: cartas completas, 25,50 euros).
El volumen revela con una luz de blancura despiadada la retraída intimidad y vocación de huida de Rimbaud: caminante sin rumbo, mendigo y empleado de circo en Alemania, Austria, Holanda e Italia; mercenario y desertor en Java; capataz de obra en Chipre y, finalmente, comerciante de lo que se terciase, traficante de armas y, según algunas biografías, también de esclavos, en Harar (Somalia).
Desde la ciudad islámica, asediada por siniestras hordas de hienas nocturnas, en la que Rimbaud vivió entre 1880 y 1891, proceden las misivas más conmovedoras y ajenas a la leyenda.
Gran parte están dirigidas a su querida hermana Isabelle. «La soledad es cosa mala. Yo echo de menos estar casado y tener una familia. Pero estoy condenado a errar», dice en una. «Me porto bien, pero el pelo se me encanece por minutos», añade en otra.
Pide que le compren una media para las varices en «una pierna larga y enjuta» que predice el tumor; reclama manuales de geología, un sextante, una cámara de fotos con la que se retrata con el rostro casi velado; da cuenta de negocios, del precio del marfil, el café y el oro, de sus tratos con reyes tribales y aventureros de fortuna, de temerarias expediciones a territorios casi incógnitos…
«Uno envejece muy rápidamente aquí», escribe en una de las últimas cartas africanas. En marzo de 1891, con la pequeña fortuna que ha amasado, le trasladan a Adén en camilla. Los dolores en la pierna son insufribles. Embarca hacia Marsella. «Me cortaron la pierna hace seis días (…). En unos meses volveré a Harar», escribe tras la operación. Sólo piensa en desaparecer.
Los dolores no le permiten dormir y la morfina no aplaca el tormento. «No dejo de llorar día y noche, soy un hombre muerto», dice a Isabelle, que acude al hospital desde la villa natal, Charleville, en las Ardenas francesas. El padre, militar disoluto, había abandonado a la familia. La madre, autoritaria y rígida, abjuraba de su hijo.
El 10 de noviembre de 1891, Rimbaud muere sin saber que ya era un mito entre los simbolistas.
A los 16 años, el autor de la obra más inflamada de la poesía moderna había dictado el único mandamiento necesario para la vida: «Hay que ser absolutamente moderno». Antes de fallecer, por deseo de su hermana, recibe los sacramentos. Sus últimas palabras fueron: «Me creen loco y tú, ¿crees que lo estoy?».
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Entre ayer y hoy D. y yo hemos cruzado un par de correos sobre Rimbaud. Empezó él, siempre atento, informándome del hallazgo de una nueva foto del poeta, mayor y vacío, en Adén. Yo le envié un vínculo al artículo que escribí para el diario y que pego en el cuerpo principal de esta entrada. Al releerlo caigo en que lo publicaron el 16 de abril de 2009, hace hoy un año. No sé qué demonios significa la coincidencia. Supongo que nada, supongo que todo.
Me tengo que hacer con ese libro…
Qué curioso (por no decir otra cosa), da un poco de miedo. ¿Quién andará moviendo los hilos?
[…] niño sublime por el fuego interior e insoportable por la jactancia externa Arthur Rimbaud dejó para el futuro una obra poética que parece un cometa condenado a circular como un tiovivo […]