La concesión del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades a la fotógrafa Annie Leibovitz me importa menos que el enunciado justificativo del jurado: «Es una de las dinamizadoras del fotoperiodismo mundial (…) ha firmado decenas de portadas de las revistas más prestigiosas».
Esa es la reducción final de las humanidades y la comunicación a la que llegan los representantes de la fundación borbónica que otorga el galadrón: una mentira —Leibovitz sólo ejerció de reportera durante una etapa muy corta y se largó del oficio porque no tenía agallas y no engordaba sus finanzas y su ego— y una constatación: las «portadas de las revistas más prestigiosas» son el vehículo que debemos perseguir para llegar al olímpo.
Fotógrafa de poderosos y notables a los que retrata con complacencia y una factura de seis cifras por delante, Leibovitz es una gran fotógrafa de la intimidad y la muerte —acabo de republicar una vieja pieza periodística en la que intento justificar esta idea—, pero no conceden el premio de humanidades por eso, sino por las revistas prestigiosas etcétera. Premian a una transmisora sin aristas de la belleza de la fama, a una cómplice de la inhumanidad.