Lees, lees mucho. Es la única actividad presente de la que te sientes orgulloso.
El verano es inclemente by the Wall, la estación del crimen.
Los alemanes dibujan esvásticas con las heces de los perros. «Adolf, ¿qué?». Organizan exposiciones aburridas soñando con la gloria prusiana. Queman viviendas de refugiados. Es la única destereza que manejan con puntualidad.
Ich bin nichts mehr; ich lebe nicht mehr gerne. Pobre niño Friedrich, ahora necesitarían un intérprete para entenderte. Pero «vamos, lo has hecho muy bien. Sé que estás pasando por un mal momento«.
Lees, lees mucho. Enmanuel Carrére, toda la obra fosfórica y envidiable, porque es periodismo, esa artesanía que dominabas y has olvidado, ¿n’est-ce pas?; ensayos sobre la batalla de minuciosa locura de Stalingrado, donde las mujeres soviet se enterraban bajo tierra para clavar una granada en la vejiga de los Panzerkampfwagen VI Tiger y chuchos con alforjas explosivas corrían azuzados contra los Fritz, los Dieter, los Sven, los Wolfgang…; la novela sobre el arma final, Nadia Comaneci, la niña trigonométrica que traficaba con la droga del vuelo infantil posible —recuerdas la transmisión en directo pero, como tanto apunte nublado, no el lugar donde la viste—…
Lees todo lo que puedes comprar o robar. Buscas la madriguera de la noche para cantar. Here I am, not quite dead dying.
Sueñas con la primera niña que te mordió el corazón mientras las grandes tortugas dormitaban en la humedad del jardín millonario. Sueñas con aquella pandilla de hijos de emigrantes: nosotros, invencibles. Sueñas con uniformes de los que era posible estar orgulloso, con la locura de tu padre, con la vergüenza de ser un extranjero que ahora renuevas en Friedrichshain. Boys Keep Swinging.
Lees tanto como sudas. La tinta, la anestesia, el parche, el contraste atómico.
Lees con la certeza de que todo será olvidado.