Un cuajo sobre el pavimento, un árbol cosido con plástico a la tierra, dos hombres semidesnudos que podrían estar abrazados o iniciando una lucha, los ojos descuartizados tras las lágrimas…
Las fotos de Alberto Lizaralde (Madrid, 1979) en everything will be ok —el lema de la serie, todo irá bien, está escrito en inglés, acaso por motivos comerciales pero tal vez también porque el idioma del dolor y la esperanza del consuelo han de ser ajenos, fílmicos, desencajados del natural, y en minúsculas, porque no puedes gritar según qué cosas— me han castigado como un poema.
He creído admirándolas escuchar el llanto primario con el que emergemos al mundo y saborear la sal de la derrota con la que cohabitamos. He recordado, como sostenía Cioran, que «deberíamos tirarnos al suelo y llorar cada vez que tenemos ganas; pero hemos desaprendido a llorar… deberíamos poseer la facultad de gritar un cuarto de hora al día por lo menos. Si queremos preservar un mínimo equilibrio, volvamos al grito… la rabia, que procede del fondo mismo de la vida, nos ayudará a ello».
En el texto declarativo que explica la serie, Lizaralde dice que durante cinco años (2009-2013) se dedicó a fotografiar con la intención de trazar una «crónica mágica de un proceso de cambio que nace de una crisis personal, de un colapso emocional, de la caída al agujero en el que todos hemos entrado o entraremos en algún momento». Aunque no hayas leído el statement, sabes que las imágenes proceden de un desgarro: el fotógrafo araña para poder sostenerse y se deja la piel en el intento.
Las grapas postoperatorias manchadas por el yodo —nuestro azufre quirúrgico, una alerta que nos acerca al infierno—, un boquete en el suelo al que no desearías asomarte porque sabes con certeza que te encontrarás contigo mismo o con una proyección malvada de ti, las manos que tiran del cabello con suficiente fuerza como para arrancar mechones, un primer plano de una dentadura reflejada en el espejo universal de un monitor…
El lirismo de estas fotos bárbaras, cimentadas en «sangre, sinceridad y llamas», la santa trinidad que Cioran recomendaba a los poetas, no es común ni fácil. Lizaralde, que sitúa la serie «a medio camino entre la realidad y la ficción, cruzando continuamente la línea de lo documental y lo impostado, lo verdadero y lo falso, lo personal y lo ajeno», ha completado la intención confesional con una llamada a la necesidad de sentir y compartir el tacto con la piel de los otros.
En el libro que ha editado con everything will be ok ha utilizado para la cubierta una tinta especial que cambia de color según la temperatura de las manos que sostienen el volumen y deja ver las huellas digitales del lector. «De esta forma se convierte en un libro vivo, que muta de forma única y personal según quién lo tenga en las manos y hace que el espectador sienta que la de dentro también podría ser su historia. Al mismo tiempo supone una reivindicación del libro físico proporcionando interacciones imposibles de reproducir en versiones digitales», explica el autor.
Aunque el miserere desemboca en cantata («en lo positivo, la sanación, en el saber que al final, pase lo que pase merece la pena vivir, brindar, reír y rodearte de gente que siente como tú», confiesa Lizaralde), la obra de este fotógrafo intuitivo, imprevisible —un ternero recién nacido con la placenta aún caliente, una muchacha que corre emanando vapor, como víctima de un fuego interno…— y emocional —mantiene un primoroso fotodiario en Tumblr— es, en mi opinión, notable y necesaria.
Lizaralde ha sabido mostrarnos, para citar otra vez al eterno aullador Cioran, que «las tristezas producen en el alma una sombra de claustro» y «las enfermedades han acercado el cielo y la tierra», dos extremos que, de no existir el dolor , «se hubieran ignorado mutuamente». Me atrevo a situar al filósofo rumano ante la obra del fotógrafo madrileño diciendo: «La necesidad de consuelo ha superado a la enfermedad, y en la intersección del cielo con la tierra ha dado origen a la santidad».