«Los elementos que pueden ser eliminados, deben ser eliminados». Sobre esta afirmación taxativa a favor de la simpleza y el minimalismo, Abbas Kiarostami (Teherán-Irán, 1940) ha moldeado uno de los lenguajes más densos, complejos y poéticos de la historia del cine. De sus muchas películas —empezó a rodar en la década de los años setenta y ha cultivado todos los formatos— se suele decir que son metafísicas, que no pueden entenderse sin haberlas visto todas o que solamente tienen sentido después de leer poesía persa clásica.
Ganador de unos setenta premios internacionales —entre ellos el integral a toda su carrera del Festival de Cannes de 1992, donde también ganó la Palma de Oro de 1997 por El sabor de la cereza—; indiscutido padre de la nueva ola del cine iraní; admirado por colegas de oficio del calado de Martin Scorsese («representa el más alto nivel del arte cinematográfico»), Akira Kurosawa («cuando murió Satyajit Ray me deprimí profundamente, pero ahora sé quién ocupa su lugar») y el español Víctor Erice, con quien intercambió una conmovedora correspondencia en vídeo, y, sobre todo, ajeno a los dictados de la industria y libre hasta el extremo de hacer lo que le pide su instinto, Kiarostami fue poeta, pintor y fotógrafo antes que cineasta. Aún mantiene vivas todas las vocaciones.
La exposición Photographs from the Snow Series (Fotografías de la serie de la nieve) revela cómo la mirada de este trabajador de la lírica es contemplativa hasta la extenuación y libre todo aparejo descriptivo y de toda intervención del tiempo o de los seres humanos. La muestra, que se exhibe desde el 24 de mayo hasta el 22 de junio en la galería Rossi & Rossi de Hong Kong (China), reúne medio centenar de fotografías de paisajes nevados que podrían ser pinturas, fotogramas de un filme o abstracciones poéticas.
Las fotos, tomadas en 2002 y que ahora se muestran en coincidencia con un seminario al que asistirá Kiarostami en el Hong Kong Arts Centre, son de una pureza extrema y sin apenas acción en el sentido más académico del término. Al igual que las películas del iraní, fuerzan al espectador a la implicación y el intercambio: la bandada de pájaros apenas punteados sobre las cumbres nevadas pueden ser una puerta a la soledad o una metáfora de la libertad; los árboles quemados por el invierno encierran la idea de debilidad, pero también la de fortaleza…
«La naturaleza me cautiva de pronto, sin aviso y con gran poder. Me sucede lo mismo que con los paisajes familiares, que de repente me atraen y me enamoran», dice Kiarostami, para quien el «descubrimiento de la cámara reemplazó a la terapia de la pintura». El acto de fotografiar, añade, debe ser una forma de introversión existencial que conecte con el interior del fotógrafo y con la «sustancia de sus sueños».
Iconoclasta hasta el punto de que ha sido castigado desde frentes en apariencia opuestos —tras el 11-S le fue denegado un visado de entrada a los EE UU para asistir a un festival de cine y dar una charla en la Universidad de Harvard, mientras que en 2010 el gobierno de Irán prohibió la exhibición de su película Copie Conforme, la primera que realizó fuera del país, en Francia— y totalmente contrario a la idea de abandonar su residencia en Teherán pese a que es un autor muy poco complaciente con el régimen, Kiarostami suele decir que la contradicción es inseparable de la vida. Cuando le preguntan sobre el carácter complejo de sus historias responde: «No podemos llegar a la verdad excepto a través de la mentira».