Esto se viene abajo, pretty mama,
sálvalo del olvido, no permitas
que se lleve la casa, que se borre
Julio Cortázar
En la vieja Europa que aún nos queda por cruzar hay un club llamado La Bussola que roza el agua del Tirreno, en Pietrasanta, bellissima cittadina donde todo tiene nombre de mujer: el fuerte se llama Torre Matilde y el gran café al que acudía Puccini, Margherita.
Pero no iremos a ver murallas ni atrezzos, sino el club que fundó en 1955, el patrón Sergio Bernardini, que gozaba de la dolce vita, organizaba los carnavales y atraía a todos los flamantes. Gassman, Loren y Lollobrigida; Celentano, Patty Bravo y Mina; Marlene, Sammy Davis y Louis Amstrong buscaron el embrujo de la playita toscana, los humos de la diversión, la danza del palmeral.
Nosotros entraremos en La Bussola, al fin juntos en un templo, indivisibles, porque ya está bien de rezar por separado.
Revisaremos los camerinos, buscando, forenses, la última ampolla de Palfium que se inyectó otro habitual, nuestro Chet Baker, juzgado y condenado por falsificar recetas, porque estaba, otra vez y como siempre, “solo y abandonado”.
Al final de cada velada en La Bussola, después de tocar como un cohete, tiraba la trompeta sobre el piano para salir corriendo a casa a pincharse, abandonando sin vigilancia la sagrada trompeta. Lo cuenta una de sus biografías:
Durante el día, el sol que entraba a raudales por el ventanal hacía que el instrumento reluciera como el oro. Los niños que venían de la playa se colaban y manipulaban la trompeta como si fuera un juguete, apretando los pistones y soplando por la boquilla.
Al ser detenido, en 1961, Baker cantó mejor que nunca, revelando a los carabineros los nombres de todos los amigos, los médicos que le ayudaban a conseguir el opio sintético, los empresarios que sufragaban la dependencia, incluso acusó a su esposa, Halema, de traficar con píldoras.
El fiscal de distrito llamó a Baker “cara de ángel, corazón de demonio” y los diarios calificaron de “puttana” a Halema.
Durante las sesiones del “juicio contra las víboras”, que se celebró en Lucca, el mejor trompetista blanco del mundo usó la seducción y negó todo lo que había declarado en el cuartel.
Soy Chet Baker y no pienso aguantar toda esta mierda. No he hecho daño a nadie.
El tribunal fue compasivo: un año y siete meses de cárcel.
Le encerraron en San Giorgio, la prisión de Lucca, donde se masturbaba con ejemplares de Playboy y tocaba Tintarella di luna y Someone to wacht over me con la trompeta. Los funcionarios le trataban como a un vip, le llamaban Chettino, y el dueño de una tienda de discos grabó con un magnetofón portátil las serenatas carcelarias. El disco puede encontrarse: se titula Chet Baker, dentro le mura, es muy malo.
Salió de la cárcel a los pocos meses y, como nadie le esperaba, se quejó, de nuevo mentiroso, de no tener amigos en Italia: uno de las personas a las que habia acusado, el delegado sanitario Neri Gugliermino, fue detenido poco después por falsificar recetas de Palfium para su propio uso. Se ahorcó con un cinturón en la enfermería de la cárcel el mismo día en que Baker y su quinteto tocaban en el Teatro del Giglio, en Lucca, el 23 de diciembre de 1961. Chet cumplía 32 años.
El público gritó “¡bravíssimo!» al bello trompetista-cantante de traje gris y corbata negra. Habían olvidado sus mentiras, su traición, su bajeza.
Nosotros no gritaremos cuando entremos, nocturnos, en el club. Jugaremos con la trompeta que todavía vive, estoy seguro, oxidada en La Bussola.
[…] La trompeta de Chettino […]